Un auto más grande. Un celular más moderno. Una ropa más lujosa. Una vacación más exótica. Una cena más exclusiva y sofisticada. Comprar cosas para sentirse bien con uno mismo. Acumular bienes que uno no va usar nunca. Consumir para relajar la ansiedad.
Al igual que un hámster que da giros en su rueda suponiendo que alcanzará algo que en verdad no llega jamás, los consumidores estamos atrapados pensando que el bienestar definitivo se encuentra siempre en la próxima compra. Nos dedicamos a perseguir espejismos, corriendo tras la falsa promesa de felicidad duradera y profunda en cosas que solo ofrecen un placer artificial y provisorio.
Este tipo de comportamiento humano, repetido infinitamente en el tiempo por cientos de millones de personas, tiene su costosa contracara. En los últimos 50 años el sistema económico que produce y distribuye cualquier cosa que brinde satisfacción al consumidor, ha generado consecuencias que una generación atrás hubiesen parecido ciencia ficción.
Los efectos negativos sociales y ecológicos del sistema socioeconómico preponderante son incuestionables. A nivel social, baste mencionar que el 1% de la población más rico (50 millones de personas) tiene más del doble de riqueza que las 7000 millones de personas restantes.
Y que el 70% de la población menos rica suman en conjunto menos del 3% del total de la riqueza del planeta. Mientras unas pocas personas acumulan centenas de miles de millones de dólares, cada año más de tres millones de niños menores de cinco años mueren de desnutrición. ¿La culpa es del capitalismo? La respuesta es no.
A nivel ecológico, el calentamiento global por el uso de energías sucias en mucha de la actividad humana ha generado efectos extremos como huracanes, lluvias torrenciales, desertizaciones, incendios, sequías. El deshielo de glaciares y la eventual suba del nivel del mar puede poner en riesgo infinidad de ciudades costeras de acá a 30 años. A su vez, hemos alterado muchísimas biodiversidades y se ha acelerado la desaparición de especies por el uso insostenible de los recursos naturales, el cambio climático o la contaminación. Las actividades agrícolas, ganaderas e industriales explotan excesivamente los recursos hídricos mundiales, lo que es en parte causa de que 1.500 millones de personas carezca de acceso a agua potable.
¿La culpa es del capitalismo? De nuevo, la respuesta, es no. Es un problema de falta de conciencia a nivel empresario y a nivel individual. Todos debiéramos ser más responsables por construir economías integralmente sostenibles. Sustentabilidad que incluya el aspecto social y ecológico en nuestra pequeña (pero infinitamente repetida) cotidianeidad como consumidores, y la contracara en las políticas empresarias.
Está claro que buscar placer, o falso sentido del ser, o priorizar la comodidad con actitudes consumistas y contaminantes es seguir haciendo la vista gorda con una realidad que está indefectiblemente frente a todos. Está claro no hay más margen para seguir priorizando la rentabilidad de corto plazo a costa de los efectos ecológicos y sociales a largo plazo en las decisiones empresarias. La crisis social y ecológica es un problema de falta de conciencia, no un defecto del capitalismo.
Hacia un capitalismo más consciente
En este sentido, una parte del ecosistema consumidor-empresa empieza a dar pasos esperanzadores. Para mitigar la desigual acumulación de riqueza e ineficiencia que generan los sistemas económicos clásicos (dueño-empleado-consumidor) se empiezan a gestar cada vez más redes de economías colaborativas.
La novedosa facilidad que brindan las plataformas y las redes digitales para acercar a los oferentes y demandantes de productos o servicios es un pilar de este tipo de modelos. Al ser sistemas abiertos y dinámicos, la economía colaborativa reduce drásticamente la necesidad de un dueño o inversor que genere escala y a su vez elimina una enorme cantidad de intermediarios que no agregan valor real al producto/servicio brindado (comisionistas, distribuidores, stockeadores, sindicatos, etcétera). La economía colaborativa optimiza recursos, genera mayor oferta, fomenta la red de emprendedores y la protección ambiental (como las redes que juntan personas para realizar viajes en automóvil). Además se autorregula por las calificaciones que los usuarios se dan entre ellos, por lo que los entes controlantes son menos necesarios.
La economía circular, por su parte, replantea de base el paradigma de modelo económico clásico (extracción, fabricación, utilización y eliminación) que busca potenciar el consumo a corto plazo. Está inspirado en la propia naturaleza, en la que no existe la basura, pues todos los elementos cumplen una función de manera continua y se reutilizan una y otra vez.
Entre los pilares de este nuevo paradigma, considera los efectos ambientales a lo largo de todo el ciclo de vida de un producto, prioriza el uso frente a la posesión y la venta de un servicio frente a un bien. A su vez, reutiliza la mayor parte de los residuos, que todavía pueden funcionar para la elaboración de nuevos productos. En el ideal, integra diferentes actores e industrias en la búsqueda sistémica de la reutilización de recursos y reducción de impacto ecológico.
Como consumidores, tenemos la responsabilidad de revisar nuestros hábitos inconscientes que generan contaminación y desigualdad. Apoyar a empresas no contaminantes (empresas “B ), comprar lo más directo que se pueda al pequeño productor o emprendedor. Evitar el uso abusivo de packaging y promover la movilidad sostenible.
En definitiva, no existe un culpable abstracto de la contaminación del mundo (el capitalismo, las empresas, los gobernantes). La cadena de responsabilidad es más amplia, sutil, compleja. Millones de micro-comportamientos hacen la macro alarmante. El tiempo se acaba y es necesario que todos los actores de la economía adoptemos rápido las nuevas lógicas de comportamiento sustentable.