Los que hemos sido formados en una posición existencial de rebeldía básica (tal vez todos, por haber sido adolescentes, por rockeros o transgresores, por problemas personales o meramente por hinchapelotas) no logramos sentir con facilidad las banderas de la reconciliación nacional. Nos parece cosa de blandos. Estamos atados al enfrentamiento y queremos ganar, bien y definitivamente.
La solución a los problemas argentinos nos parece tener que ver con sacarnos de encima a los malos y nefastos: en la más convencional de las fantasías se trata del poder económico, el neoliberalismo y el imperio americano; en una versión actualizada se trata de los populistas, la corporación política y los falsos progres. ¿Cómo se hace crecer a la Argentina? Hay que limitar a esos. Aun cuando hayamos superado la tendencia a la exterminación física que unas pocas décadas atrás animaba acciones concretas de distintos grupos enfrentados, hasta los más demócratas aspiran a la victoria definitiva sobre ese otro culpable, fantasma de todo mal.
En el nivel más concreto de la vida emocional la dificultad para abandonar la pelea es el sentimiento de que se nos hizo daño y de que ese daño fue injusto. Sufrimos, alguien no nos tuvo en cuenta, usó nuestra existencia como un medio. Queremos vengar ese pasado. El pasado es tan relevante porque fue en él que sucedió lo que hoy padecemos, de ahí lo que luego se presenta como la importancia de conocer la historia. Hace falta historia para lograr justicia.
En este marco, queremos justicia quiere decir más sencillamente queremos venganza, o en una versión más evolucionada, queremos reparación, que ese pasado en donde fuimos maltratados sea compensado. Ese pasado adverso nos da derecho a un beneficio, lo merecemos, lo que reclamamos es nuestro. De ahí deriva una visión reivindicativa de los derechos, que no da lugar a una acción ciudadana capaz de mejoras en la vida social: nos encierra en una inefectiva mecánica de resentimiento y lucha.
Este formato de sensibilidad, que todos en algún momento hemos sentido, envase grande o pequeño, tiene sentido. Se comprende. Si no se lo siente se puede simpatizar con él. La buena sensibilidad es la que se hace eco de estos humillados y ofendidos en busca de reparación. El problema es que este planteo de la complejidad social no ofrece solución. Es un formato de experiencia que tanto en el nivel existencial personal como en el social no permite crecimiento.
Corregir esta situación anímicamente determinada requeriría que fuéramos capaces de darnos cuenta de que la reconciliación no es una bandera moral, un tema de valores (algo generalmente enunciado mediante una impostura del bien), sino un factor imprescindible para el desarrollo real. El triunfo posible no es ganarle a esos, sino dejar atrás el enfrentamiento. Lo que nos separa del desarrollo no son los malos sino una incapacidad general, la dificultad para lograr la síntesis. La superación de la lucha es la única victoria: ahí empieza la libertad, que no es otra cosa que el camino de concreción de los deseos. No hay reparación que sacie. La superación de la lucha es necesaria para que haya producción, creatividad y aparición de lo nuevo.
La batalla es interna y es anímica. Hay que aprender a no pelearse, desaprender la rabia, desmarchar la bronca y ser más capaces de tibieza e ingenuidad. Más a mí me parece y menos estoy seguro de que.... Más candidez y menos pensamiento crítico, más creatividad y menos sospecha.
El rebelde intenta la trampa de identificarse con algunas de sus partes en contra de otras, lo cual puede ser excitante y meritorio (y muy cansador) pero resulta poco productivo en términos de creación de realidad nueva. Hay que juntar los pedazos propios, resolver el rompecabezas de la personalidad, y volverse persona capaz de aporte en un mundo complejo. Un paso verdaderamente evolutivo no se da en contra de nadie, es un paso de maduración, de aceptación y afirmación del mundo.
Personalidades con muchas partes sueltas y enfrentadas no logran aunar potencia. La integración de aspectos es la clave de la base de toda integridad personal y social. Requiere que uno reconozca todas sus partes como propias, elabore un balance, logre a partir de allí también la convivencia con la diferencia encarnada en otros, y transforme una personalidad desordenada en lucha interna, en una personalidad productiva potenciada en un acuerdo con esos otros.
Tal vez el electorado sepa esto mejor que quienes intentamos entender la política desde las categorías habituales. El votante no está tan enfrentado como parece en las noticias, o como lo están los adeptos a las distintas candidaturas. Mauricio Macri, por ejemplo, no hubiera ganado como ganó la ciudad con el 64% si no lo hubieran votado muchos votantes de Cristina Fernández. De ser cierto, el que la Presidenta tenga una imagen positiva alta no implica que Mauricio no pueda ganar claramente las elecciones nacionales.
No hay que luchar contra nadie, hay que ayudar a evolucionar a un país que tiene mucha necesidad de paternalismo, mucha pasividad, mucho padre y marido golpeador, entrampados en esa virilidad antigua y poco masculina que se afirma en la agresión. Mucho barra brava, mucho vivo que roba porque total todos roban, mucho militante que necesita la palabra del amo y la reproduce sin pensar, mucha sexualidad ligada al poder más que al disfrute y al encuentro, mucha fantasía de poder creada por una impotencia que para curarse necesita menos tensión y choque y más amistad y camino común. Nadie dice que sea fácil.
Mea culpa. Como tantos otros, el autor de este artículo se reconoce en el formato vibrante y furibundo de la exaltación política. Pertenezco a ese estilo, pero quiero cambiarlo. Por suerte algunos amigos que sienten distinto me están reeducando y yo me dejo, porque veo con claridad que en el cambio crezco. A los que lo necesiten, los invito a sumarse al intento.