El liderazgo empresarial no se define solo por los resultados financieros. También -y cada vez más- se mide por la integridad con la que se ejerce el poder.

El reciente caso de Andy Byron, CEO de la empresa tecnológica Astronomer, que habría mantenido una relación sentimental no declarada con una colaboradora directa, ha generado un fuerte debate en el mundo corporativo y de compliance. La noticia se viralizó no solo por el hecho en sí, sino por el mensaje implícito que deja: la ética no puede ser un accesorio que se pone o se saca según la ocasión.

Desde la perspectiva del compliance, este caso pone sobre la mesa un tema central: el conflicto de interés. Se trata de una situación en la cual un interés personal -ya sea económico, afectivo o de cualquier tipo- puede influir indebidamente en las decisiones profesionales de una persona. No gestionar adecuadamente estos conflictos puede derivar en decisiones sesgadas, favoritismos, pérdida de objetividad y, en última instancia, daños culturales, legales y reputacionales.

En Argentina, la Ley 27.401 establece la responsabilidad penal de las personas jurídicas por delitos cometidos en su nombre o beneficio. Aunque muchos la vinculan solo con actos de corrupción o soborno, su espíritu va mucho más allá: busca incentivar programas de integridad que detecten, prevengan y corrijan malas prácticas. Un liderazgo que no identifica ni actúa ante conflictos de interés erosiona esos sistemas, debilitando su eficacia y su legitimidad.

En el sector público, los conflictos de intereses se encuentran regulados en la Ley de Ética en el Ejercicio de la Función Pública (Ley 25.188). En el ámbito corporativo, las normas internacionales ISO 37301 (Sistemas de Gestión de Compliance) e ISO 37001 (Antisoborno) establecen la obligación de identificar, evaluar y tratar estas situaciones de manera proactiva.

En el caso Byron, no se trata solo de una relación no informada, se trata más bien, de la asimetría de poder entre un CEO y una colaboradora directa, del silencio institucional y de la falta de mecanismos eficaces para anticipar, detectar o gestionar situaciones de esta índole. Y todo esto expone a la empresa a un riesgo grave: la pérdida de confianza interna, externa y, más que nada, el costo reputacional.

En el mundo empresarial, el problema no es enamorarse, sino olvidar que el poder conlleva límites, y que la integridad no es solo un valor declarado, sino una práctica diaria. En lugar de ser y parecer, sería parecer y, sobre todo, ser!

Cuando desde la cima se percibe permisividad o impunidad, se instala un clima de cinismo organizacional. El mensaje que se transmite -"para algunos hay reglas diferentes"- termina socavando los cimientos de cualquier cultura ética, y eso no se repara con comunicados ni talleres tardíos.

Por eso es indispensable que las empresas cuenten con:

  • Políticas claras y conocidas sobre conflictos de interés y relaciones laborales
  • Mecanismos formales y confidenciales para declarar y evaluar estos casos
  • Líneas de reporte sólidas, independientes del poder jerárquico
  • Capacitación periódica que vaya más allá del check-box
  • Y, sobre todo, un compromiso auténtico del liderazgo, porque como dice el principio rector del compliance: el tono se da desde arriba (tone at the top).

No estamos ante un juicio moral ni ante la violación a la privacidad; sino de gobernanza, de gestión del riesgo, de proteger la reputación institucional y de sostener la confianza -ese capital intangible que se construye durante años y se pierde en minutos.

Las empresas que subestiman el conflicto de interés no solo cometen un error técnico. Cometen un acto de negligencia cultural. En una era donde la transparencia es un activo y la reputación un recurso frágil, ignorar estos temas no es una omisión inocente, sino un riesgo estratégico.