A quince meses de la transición del poder, empezó en la Argentina el clásico show de las conspiraciones. Con el ADN más conspirativo del país adolescente, Cristina Kirchner aprovecha este tiempo para acusar a todos sus opositores de estar tramando la peor de las intrigas contra su gestión, en un intento amateur de ocultar los problemas reales: la inflación, la recesión y la caída del empleo.
En la misma estrategia se anotaron varios funcionarios genuflexos, con Jorge Capitanich y Axel Kicillof a la cabeza. Los fantasmas preferidos son los sindicalistas Hugo Moyano y el verborrágico Luis Barrionuevo, a quienes por ser opositores se los acusa de estar preparando saqueos y otras barbaridades para el diciembre próximo. Y unas pocas declaraciones críticas que hizo Eduardo Duhalde en el fin de semana bastaron para que Cristina volviera a sumarlo al club de los conspiradores.
Ni siquiera la moderación habitual de Daniel Scioli evitó que también calificara de desestabilizadoras a las críticas que recibió por los cambios polémicos en la educación primaria. El teorema indica que, cuánto más cerca está la elección presidencial, más tentador resulta hablar de conspiraciones que evitan el debate postergado sobre cómo resolver los problemas más ardientes de la Argentina.