El precandidato a la presidencia por el radicalismo Ricardo Alfonsín dijo en su acto de Mar del Plata del viernes 28 de enero que hacía falta más filosofía y teoría política y menos encuestas. Aunque aclaró que queremos saber las intenciones de la gente y sus problemas. Pero una cosa es conocer y otra ser un seguidor de las encuestas, subrayó. Si dijeran que los presidentes sólo pueden ser rubios y de ojos celestes, muchos se teñirían el pelo y se comprarían lentes de contacto, enfatizó durante el acto.

Algunos seguramente querrán entablar una antinomia entre el hijo del ex presidente y los que nos dedicamos a realizar encuestas de opinión pública y asesoramos a candidatos en campaña. En lo personal, creo que esa antinomia no existe. Alfonsín no se refirió al instrumento en sí, si no a la dependencia excesiva de su uso y a una cuestión filosófica sobre cómo hacer política: ¿siempre hay que decir y hacer lo que le gusta a la gente? Y aquí se presenta un debate muy interesante sobre la democracia y la opinión pública. Algunos autores denominan a la deformación a la que aludía el candidato como encuestocracia. No es un problema solo de la Argentina. El prestigioso analista chileno Carlos Huneeus alude a la misma cuestión en Chile en 2007: cuenta que Helmut Kohl recordaba que si Konrad Adenauer hubiera seguido a las encuestas, no habría impulsado su decidida política a favor de la integración europea y la formación de la Alianza Atlántica.

La opinión de los ciudadanos recibe una influencia múltiple para su conformación, sobre todo de los medios masivos de comunicación, pero también de ciertas coyunturas: un incremento sustantivo en el precio de un producto de primera necesidad, un hecho de inseguridad, un delito aberrante contra menores, un aumento de impuestos, etc. Como es lógico, la primera reacción es negativa, y proclive a soluciones simples y rápidas: aumentar las penas en el caso de inseguridad, poner precios máximos en el caso de la canasta básica, frenar subas impositivas, y así. Claro que la opinión pública no es la misma luego de un cierto proceso de debate público de posiciones.

Veamos un ejemplo concreto y cercano. Luego de los hechos de la toma del Parque Indoamericano en la ciudad de Buenos Aires, si se analizaban algunas reacciones ciudadanas en los medios de comunicación, se podría imaginar que el grueso de los porteños estaba a favor de una mano dura contra las tomas, y esgrimían argumentos xenófobos. Sin embargo, cuando se les preguntó entre el 21 y el 23 de diciembre si estaban de acuerdo o en desacuerdo con quienes dicen que en realidad el problema es la inmigración ilegal, el 50% estuvo en desacuerdo y el 46% de acuerdo. Y cuando se les consultó sobre si estaban de acuerdo con quienes dicen que a los que ocupan espacios públicos o privados hay que desalojarlos por la fuerza, el 52% estaba en desacuerdo y el 45% se manifestó de acuerdo. Seguramente en el medio del conflicto la percepción mayoritaria fue más recalcitrante en ambos ítems.

Aunque pueda sonar extraño, la sentencia de Alfonsín es coincidente con el sentimiento que tenía Néstor Kirchner sobre algunos conflictos. El ex presidente se negó a retroceder en el conflicto con el campo o la batalla por la ley de medios, basado en que los principios ideológicos estaban más allá de lo que podía pensar la mayoría, y que a veces se presenta una contradicción insalvable. Son varios los dirigentes de distintos signos políticos que creen que en ciertas circunstancias se debe interpelar a la opinión pública y que no caben imposturas. En 2002 López Murphy dijo en un reportaje: No espere de mí ningún marketing político. No me voy a disfrazar de lo que no soy (La Nación, 5 de abril de 2002, página 12). No coincido con Alfonsín en que hagan falta menos encuestas. Pero sí coincido en que todas las construcciones políticas sólidas en el largo plazo se hicieron a costa de predicar en el desierto durante años.