Estoy en Caracas mientras velan al muerto más comentado de los últimos tiempos. Acaso el más célebre. Pasaron dos días y nadie sabe de qué murió. ¿Cáncer? ¿Cáncer de qué? Un infarto fulminante, arriesgó hoy el jefe de la Guardia Presidencial. Sigue sin estar claro.

De hecho, son cada vez más los venezolanos que creen que Hugo Chávez murió hace algunas semanas. Incluso meses atrás. A pesar de las conmovedoras lágrimas, la versión de las 16.25 del martes ofrecida por Nicolás Maduro tiene claroscuros.

Casi 70 años después de que Franklin Delano Roosevelt montara un meticuloso cerrojo informativo para ocultar su parálisis a la opinión pública estadounidense, la Venezuela bolivariana estuvo detenida en el tiempo, sometida al planificado misterio sobre la salud presidencial.

En épocas de reducción, de 140 caracteres que incluso supo aprovechar @chavezcandanga, aquí los anuncios urgentes duran tres horas y los entierros siete días. Y es un éxito.

A diferencia de otras democracias, incluso más postergadas, en esta oportunidad no alcanzó la dinámica de las redes sociales para imponer la transparencia. No hubo Twitter ni Facebook que pudiera con el cerco alrededor de Chávez. Nada, ni una palabra. Ni un dato. Especulaciones, a lo sumo, y sin fuerza.

Apenas un periodista, Nelson Bocanarda, pudo saltar ese muro, de tanto en tanto y en soledad. La comunicación presidencial estuvo blindada y guardada bajo siete llaves. En parte, gracias al apropiamiento de los medios, pero no sólo por eso.

La elección de Cuba como sede del tratamiento oncológico para Chávez no fue un dato anecdótico en la estrategia de comunicación: en términos de poder, para el chavismo es más importante el control del acceso a la información que la propia enfermedad, difícil de curar en un país cuyo sistema de salud cuenta con especialistas de primer nivel, pero no tiene recursos.

¿Qué ganó el chavismo con esa peligrosa estrategia? Mucho. Muchísimo.

En primer lugar, fue determinante para conservar el poder. En ningún tramo de la enfermedad de Chávez, ni siquiera cuando se estuvo aproximando su final, hubo cuestionamientos serios a su liderazgo. De hecho, al día de hoy, y vaya a saber uno por cuántas décadas más, seguirá siendo la figura pública más poderosa del país.

Chávez primero y el chavismo ahora consiguieron instalar a Maduro como sucesor. Gracias al uso de cada tiempo de la enfermedad, con la televisión como plataforma favorita y los partes médicos ofrecidos a cuentagotas, el oficialismo convirtió este lapso de incertidumbre en una muy efectiva campaña política tradicional.

Si las elecciones fueran hoy, y después de caminar tantas horas al lado del féretro saludando con su puño en alto, Maduro ganaría ampliamente a Henrique Capriles, propinándole su segunda derrota en pocos meses. Así lo señalan la mayoría de las encuestas. Por las dudas, con un discurso inflamado, completamente unilateral, plagado de adjetivos y metáforas, él se encarga de imitar a su antecesor. Claro que no es sólo él: en la Venezuela de hoy, en la que la consigna es Todos somos Chávez, todos hablan como Chávez.

En este asunto tan sensible, el chavismo aprovechó todas las cartas y recursos comunicacionales de campaña. De hecho, se guardó un gran capítulo final, con las dos apariciones en escena del vice en el mismo día. La primera, para hacer una denuncia rimbombante sobre el supuesto contagio de la enfermedad. La segunda, para dar la trágica noticia de la muerte.

Ya pasaron un par de días, el velorio ni siquiera terminó, pero los venezolanos empiezan a averiguar las similitudes con otro de los históricos líderes latinoamericanos: Juan Domingo Perón. ¿Habrá 40 años de chavismo sin Chávez?