Hace sólo una o dos décadas, el gobierno económico global era relativamente simple. Estados Unidos le decía al G7, el grupo de siete economías avanzadas, qué pensar. El G7 le decía al Fondo Monetario Internacional (FMI) y a las otras agencias multilaterales qué hacer. Y fin de la cuestión.
El crecimiento de China y la crisis financiera global hicieron explotar la idea de que Estados Unidos y el G7 tenían suficiente legitimidad y peso como para "mantener ese espectáculo en cartel"; y eso fue antes de la llegada de Donald Trump y su profunda aversión al multilateralismo. El G7 fue reemplazado por el G20, que obtuvo sólidos logros en el campo de la regulación financiera pero mucho menos impacto sobre el comercio o la tensión sobre las monedas que ha dominado los años posteriores a la crisis.
Sin su principal sostén, la cooperación internacional probablemente se encuentre en su peor momento desde el derrumbe del sistema de tipo de cambio fijo Bretton Woods en los años setenta.
Es poco probable que en el corto plazo surja un nuevo poder hegemónico que pueda cubrir el vacío que tan despreocupadamente dejó Estados Unidos. Tampoco incluso queda claro si Estados Unidos volverá a querer liderar el comercio global y el sistema financiero cuando Trump deje la Casa Blanca.
La pregunta es qué deben hacer las otras grandes economías. Ninguna tiene el tamaño y la cohesión interna, o realmente
el compromiso ante el enfoque multilateralista como para reemplazar a Norteamérica.
La Unión Europea es el candidato más probable. Pero demasiado a menudo se ve debilitado como consecuencia de intereses sectoriales de sus estados miembro, incluyendo Alemania. Cuando debe enfrentar decisiones, Berlín con frecuencia asume una perspectiva de corto plazo basada en la protección de sus propias exportaciones, en vez de tomar una visión más amplia que implique proteger y ampliar la economía global regida por normas.
Es más fácil diagnosticar el problema que solucionarlo. Pero, por más tentativo y limitado que pueda ser, hay al menos algunas cosas que otras economías avanzadas grandes pueden hacer. Una es mantener lo más posible las estructuras de diálogo y diseño de políticas. El G7 probable no logre casi nada esta semana excepto atacar verbalmente a Trump, tal como hicieron sus ministros de finanzas el último fin de semana al referirse a sus aranceles al comercio. Pero al menos puede demostrar que el sistema no está completamente desintegrado.
La otra opción, necesariamente afuera del G7 como foro, es tratar de coordinar la respuesta a las agresivas tácticas comerciales de Trump y construir una cooperación que supere a Estados Unidos. Japón, que ha siempre asumido un rol relativamente pasivo en la diplomacia comercial internacional, inesperadamente tomó la iniciativa de revivir el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP) después de que Trump retiró a Estados Unidos.
También servirá de ayuda que haya tácticas comunes, incluso si se aplicaran en diferentes lugares de combate. México y Canadá se pusieron firmes y resisten al acoso norteamericano durante el intento de renegociación del Nafta. La Unión Europea, pese a sus titubeos, al menos decidió seguir adelante con la idea de, en represalia, fijar aranceles a Estados Unidos en vez de intentar apaciguar a Trump.
Incluso China, si bien rara vez se puede confiar en que participará en iniciativas multilaterales, informó claramente a la Casa Blanca que las ofertas que había hecho Beijing para abrir su economía serán retiradas si EE.UU. sigue adelante con su amenaza de fijar aranceles.
Nada de esto representa un reemplazo del G7 de décadas atrás, o del G20 de los últimos años. Pero hoy las grandes economías del mundo pueden hacer más que sucumbir al consejo de perder las esperanzas. La presidencia de Trump no durará por siempre, y ellas deben posicionarse para estar bien paradas para cuando termine la era del nacionalismo económico agresivo.
