Durante las últimas décadas, China consolidó una narrativa de ascenso imparable: crecimiento sostenido, ciudades futuristas y un rol central en el comercio global. Pero detrás del relato, los fundamentos comienzan a mostrar grietas profundas. La hipótesis que se fortalece entre analistas es clara: la economía china se desacelera a un ritmo mayor del que sus cifras oficiales reflejan. Y esa desaceleración no es coyuntural, sino estructural. El corazón del problema está en el agotamiento del modelo que catapultó a China desde 2010: una política pública basada en inversión masiva en infraestructura y en un mercado inmobiliario hipertrofiado. El sector representa casi un tercio del PBI ampliado, pero hoy enfrenta un colapso sin precedentes. Grandes desarrolladoras, como Evergrande, entraron en default; los precios caen mes a mes; y millones de viviendas están vacías o sin terminar. Las familias chinas, que volcaron sus ahorros en propiedades, enfrentan una pérdida patrimonial silenciosa que erosiona la confianza. El problema es más profundo porque afecta directamente la transición que China necesita: pasar de una economía orientada a las exportaciones a una basada en el consumo interno. Sin embargo, el consumo privado apenas supera el 55% del PBI, muy por debajo del promedio global. La confianza del consumidor cae, y el gobierno se niega a aplicar transferencias directas por razones ideológicas. Sin estímulos creíbles, y con una población envejecida que ahorra por precaución, el cambio de modelo no avanza. La credibilidad de las estadísticas oficiales también está en cuestión. Estudios académicos basados como "How Much Should We Trust the Dictator's GDP Growth Estimates?" de la Universidad de Chicago (2022), estiman que el PBI real podría ser hasta un 35% menor al reportado. En un sistema donde el crecimiento justifica el poder, manipular las cifras no es solo una tentación: es una necesidad política. El caso del desempleo juvenil es ilustrativo: cuando superó el 21%, el gobierno dejó de publicarlo. Luego lo reintrodujo con una metodología nueva, que excluye a los estudiantes. A esto se suma una bomba de tiempo demográfica. La población china ya está en declive, y las proyecciones son dramáticas: para 2100, podría caer a la mitad. La política del hijo único dejó un legado difícil de revertir. Con menos jóvenes, el consumo se contrae, la fuerza laboral se reduce y el sistema previsional enfrenta una presión creciente. El futuro económico del país pierde músculo y dinamismo. Y en el plano financiero, el yuan aún está lejos de desafiar al dólar como moneda global, por el simple hecho que la moneda china no es convertible, está sujeta a controles de capital, y carece del respaldo institucional que exigen los mercados globales. La inseguridad jurídica, la intervención política en los mercados y la fuga sostenida de capitales refuerzan la percepción de que China no es aún un refugio de confianza para grandesinversores. Frente a este escenario, Argentina debe anticiparse. La alta dependencia comercial hacia China implica una vulnerabilidad estructural que debe ser corregida. Es momento de diversificar socios estratégicos, profundizar vínculos con mercados emergentes como India, África y Vietnam, así como con mercados desarrollados avanzando con la UE, EEUU, Corea del Sur y otros buscando con ello construir una estrategia de inserción internacional que no dependa de un solo ancla, que a corto plazo tambalea. Entender la transformación china es también prepararse para un nuevo orden comercial global. En síntesis, lo que China enfrenta hoy no es una crisis pasajera, sino un punto de inflexión. Su modelo de crecimiento, basado en deuda, construcción y control, muestra signos de agotamiento. Y su capacidad de reinventarse está limitada por factores demográficos, políticos y estructurales. Para el resto del mundo, comprender la magnitud de esta desaceleración no es solo un ejercicio académico: es clave para anticipar los reacomodamientos globales que se avecinan.