Siempre fuimos compañeros, pero a veces fuimos cómplices...". Antonio Cafiero soltó la frase con una sonrisa y lo siguieron las carcajadas del universo peronista congregado en su casa de San Isidro. Era el 12 de setiembre de 2011 y Cristina acababa de arrasar en las elecciones primarias, como lo repetiría seis semanas después en los comicios generales. Una tarde de sol espléndido en el rincón más elegante de la Argentina al que llaman Las Lomas. Un día peronista en el que Antonio cumplía 89 años y se permitía sus últimas incursiones en la interna del peronismo. "Cómplices", decía sonriente Cafiero, mientras lo escuchaban kirchneristas demasiado tensos, equilibristas de todos los peronismos y antioficialistas de capa caída en esas jornadas de cristinismo monopólico. Sólo él podía permitírselo porque su jardín era la Suiza de la segunda guerra mundial. Allí se cruzaban Daniel Scioli y Carlos Kunkel. Juan Manuel Urtubey y Ginés Gonzalez García. Diana Conti y el Pato Fernando Galmarini. Carlos Corach y Juan Carlos Dante Gullo. Facundo Moyano y María Laura Leguizamón. Y sólo había besos y sonrisas. Los antiguos rencores quedaban para después. Y eso que había heridas profundas, de esas provocadas por las disputas, por las traiciones y a veces hasta por los balazos.
Pero Cafiero todo lo podía. Por allí andaban sus hijos y sus nietos. El embajador y frepasista Juan Pablo. El rebelde y antisistema Mario. Y Santiago, el Cafiero tercera generación que intenta asomarse a las trincheras de la primera línea del poder. Aquel cumpleaños con sol tibio fue el que dejó la imagen más entera de un Antonio que se atrevió al discurso y recordar a cada invitado por su nombre. Antes lo habían precedido en la palabra el joven Urtubey y el entrañable Lorenzo Pepe. Hugo Marcel le dedicó las estrofas del tango Grisel y después todos cantaron la marcha peronista, de memoria y con lágrimas en los ojos. Porque los amigos de siempre empezaban a tener miedo de perderlo. Los de San Isidro como Eduardo Amadeo y Teresa García. Y los eternos como Jorge Telerman, Carlitos Campolongo, Felipe Solá, Julio Bárbaro, Rolo Frigeri y Jorge Todesca. Todos ellos extendieron sus temores hasta ayer, cuando una neumonía le cerró el camino a su corazón que dijo basta.
Cafiero es la imagen de un peronismo que intentó la apuesta de la renovación luego de perder en elecciones limpias y por paliza con Raúl Alfonsín. Fue gobernador bonaerense y un refrescante soporte institucional durante los días de golpismo fallido en Semana Santa. Pudo ser presidente pero quedó a mitad de camino y se le anticipó ese riojano llamado Carlos Menem, del que solían reirse en secreto cuando se juntaban a charlar con Alfonsín. Después se dedicó a ser la reserva reflexiva de un peronismo que abandonaba las aguas de la tolerancia para zambullirse en el pantano del personalismo y las reelecciones: con Menem primero, y con Néstor y Cristina Kirchner después.
Antes había sido "Cafierito", aquel ministro de comercio exterior de 30 años que Perón mostraba como un trofeo de su burocracia. Y le tocó exorcizar dos mitos que los adversarios le endilgaban para demonizarlo: que Perón advertía secretamente que "era un buen muchacho pero se quedaba con los vueltos", y que se había robado un piano durante su paso por Mendoza como interventor del PJ en 1974. "Un piano...", se reía Cafiero cuando se lo preguntaban. Y se agarraba la cabeza para preguntar "¿cómo iba a llevarme un piano sin que me vieran?".
Ahora ya es parte de la historia. Desde ayer, Cafiero descansaba en el Congreso adonde lo visitaban para despedirse cientos de amigos y desconocidos que lo respetaron. Pero hoy volverá a San Isidro, para quedarse cerca de los afectos y a la espera de un peronismo tolerante que sigue demorando muchas respuestas.