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Grigori Yefímovich, más conocido como Rasputín, fue una figura enigmática que ejerció una notable influencia sobre la dinastía Romanov en Rusia. Aunque fue asesinado en 1916, las profecías que se le atribuyen siguen generando inquietud incluso más de un siglo después de su muerte.
Al igual que Nostradamus, se dice que tenía visiones proféticas. Algunas teorías afirman que anticipó no solo su propio asesinato, sino también la caída de la Unión Soviética e incluso el cambio climático.
Entre todas sus predicciones, la más inquietante es la que describe un futuro distópico marcado por la escasez extrema de recursos naturales.
Rasputín anticipó un futuro sombrío: no habrá recursos naturales
En sus textos, Rasputín anticipó un futuro marcado por la contaminación ambiental y la escasez de recursos naturales. Describía un escenario en el que el aire, el agua y la tierra estarían profundamente afectados por sustancias tóxicas:
"Los agentes contaminantes cubrirán la Tierra como si fueran una plaga invisible. El aire, antes fuente de vida, se convertirá en un vehículo de muerte silenciosa. Se dirá que las personas mueren por fallas cardíacas o renales, pero en realidad será el aire tóxico el responsable. Las fuentes de agua dejarán de ser potables y algunas serán tan venenosas como el veneno más letal. No habrá lugar -montañas, colinas, mares o lagos- que escape a esta atmósfera contaminada. Las plantas comenzarán a enfermar, los bosques se transformarán en cementerios de árboles secos, y entre ellos vagarán seres humanos desorientados, debilitados por la exposición constante a lluvias ácidas y a un entorno cada vez más tóxico."
Este pasaje puede leerse como una advertencia anticipada sobre los efectos de la contaminación. Rasputín, desde un lenguaje simbólico, parece referirse a la degradación progresiva del medio ambiente causada por la actividad humana: la polución del aire, la contaminación de fuentes hídricas, la deforestación y las consecuencias sobre la salud humana.
¿Por qué Rasputín fue tan conocido?
Rasputín se convirtió en una figura emblemática y profundamente controvertida de la historia rusa, no solo por su misteriosa personalidad, sino también por la enorme influencia que llegó a ejercer en la corte del último zar, Nicolás II.
Su entrada en la familia imperial estuvo marcada por un hecho decisivo: la enfermedad del zarevich Alexis. El hijo de Nicolás II y la zarina Alejandra sufría hemofilia, un padecimiento incurable en la época.
Rasputín, a través de métodos poco convencionales -como la supuesta hipnosis o la simple sugerencia de evitar aspirinas, que empeoraban la condición-, logró en varias ocasiones calmar los síntomas del niño.
Fuera por creencias místicas o coincidencias médicas, la zarina lo interpretó como un milagro, y desde entonces lo consideró un enviado divino.
A medida que la salud de Alexis se volvía más frágil, la confianza de la zarina en Rasputín se intensificaba. Su influencia se consolidó especialmente durante la Primera Guerra Mundial, cuando el zar partió al frente de batalla y Alejandra asumió responsabilidades políticas.
En ese contexto, Rasputín se convirtió en su principal consejero, llegando a intervenir en decisiones clave, como el nombramiento de ministros y asuntos de gobierno. Aunque no ostentaba cargos oficiales, su poder era real y su figura era temida por gran parte de la corte.
Su personalidad también contribuía a su notoriedad. A pesar de su educación rudimentaria y modales toscos, poseía un magnetismo inquietante. Se le atribuían capacidades sobrenaturales, visiones proféticas e incluso milagros. Al mismo tiempo, llevaba un estilo de vida excéntrico y escandaloso, con constantes visitas a burdeles y rumores de prácticas sexuales desenfrenadas.
Esta dualidad entre santidad y pecado lo volvía aún más fascinante para ciertos sectores de la aristocracia, que lo veían como una figura auténtica en contraste con la rigidez y el artificio de la corte.
No obstante, su ascenso generó un fuerte rechazo entre la nobleza, el clero y el pueblo. Muchos lo consideraban una amenaza para la estabilidad del imperio, acusándolo de corrupción moral y política.
Su creciente protagonismo se convirtió en motivo de escándalo público, alimentando el descontento general y debilitando aún más la ya erosionada autoridad del zarismo.
La tensión culminó en diciembre de 1916, cuando un grupo de aristócratas organizó una conspiración para asesinarlo, convencidos de que su desaparición era necesaria para salvar a Rusia. El relato de su muerte es tan célebre como macabro: fue envenenado con cianuro, disparado en múltiples ocasiones y finalmente arrojado al río Nevá, donde -según algunas versiones- aún presentaba signos de vida. Esta resistencia casi sobrenatural reforzó su leyenda.