La realidad política nacional lamentablemente no es promisoria en cuanto a una mayor estabilidad a futuro entre los actores y los poderes de la República. No se prevé ninguna crisis institucional pero tampoco un porvenir armonioso. Nuestra realidad no preanuncia un horizonte amable como el de los chilenos y los uruguayos.
Hay en principio un virtual empate entre el poder legislativo y el ejecutivo y signos de incremento de incomodidad de parte del poder judicial totalizado a partir de la referencia oficial sobre el ‘Partido Judicial’. Una generalización semejante se marcó al inicio del conflicto con el sector agropecuario cuando se englobó al adversario como ‘campo’.
Estas modalidades tácticas tienen el inconveniente de tirar el agua sucia junto con el chico. Perdiéndose aliados y actores cercanos que se ven compelidos a participar de las filas adversarias o neutralizados en su apoyo al oficialismo. La crisis de 2001 pudo superarse con gobernabilidad y recuperación económica que marcaron la primera etapa kirchnerista. Sin embargo la política no se elevó en su organicidad. Se mantiene o se agudiza la fragmentación, el debilitamiento de los partidos y el esclerosamiento de las más grandes fuerzas políticas de la Nación. Es decir, no hay mediadores suficientes entre la sociedad y el poder y esto deja a la ciudadanía en la pura individualidad expuesta a la rectoría de la comunicación mediática. No hay espacios de debate y se profundiza la democracia delegativa. La única referencia sobre lo público de manera directa le llega a los ciudadanos desde los medios informativos que editorializan cada vez más como fenómeno mundial de sustitución de los espacios políticos.
El problema consiste en que el exceso de decisionismo político desnuda una debilidad para ejercer el dominio como captura de la subjetividad colectiva. No estamos en el 2001 de ninguna manera pero la población que había vuelto a recuperar parcialmente la confianza en la política se encuentra otra vez tomando distancia: desconfiando del oficialismo y de la oposición. Hay algo esperado por la mayoría de la ciudadanía –que iba a pasar el 29 de junio pasado– pero que no pasó. Quedó el vicepresidente Cobos como un adelantado en el corazón del poder kichnerista para aplicar un límite al mismo. Tan adelantado que resulta inédito y contradictorio en sí mismo.
El espacio público vociferante y controvertido vuelve a llenarse de indiferencia colectiva y desinterés de los ciudadanos. No hay demasiada atención por el discurso oficial ni por las peleas entre bambalinas de la oposición. Uno puede decir que falta demasiado tiempo para el 2011 y se supone que van a ocurrir muchas cosas que nos obligarán a revisar los pronósticos pero desde otro enfoque falta muy poco en relación a la enorme construcción que habría que hacer para darle previsibilidad y certidumbre al escenario. Una vez más la política y los políticos se fusionan en forma indiferencia da.
La tarea para todos es la misma: construir consensos para lograr la legitimidad suficiente. Están expectantes los factores de poder, los grupos de interés y de presión. Por el momento, para estos, muchas veces en las sombras, el requerimiento de un candidato opositor suficientemente sólido y capaz de conducir el país a partir del 2011 no está totalmente satisfecho con la oferta existente. Algunos de ellos consideran que una garantía sería que fuera peronista pero tampoco encuentran uno dentro del justicialismo con vocación de controlar al PJ y a la CGT con eficacia.
El temor es que la política se desmadre por falta de dirección y racionalidad en la contienda. Mientras tanto las heridas del oficialismo se achican detrás de la férrea voluntad del matrimonio gobernante. Hacen un gran esfuerzo en convencer a la ciudadanía de que constituyen la única opción vivificante ante tanto desapasionamiento generalizado.