La mañana siguiente al fallecimiento de su padre, Ana Botín como siempre se presentó a trabajar en las oficinas londinenses de Santander. El presidente ha fallecido, le dijo a su equipo. Nunca se refería a él como mi papá; siempre decía el presidente, contó un colega. A la tarde, voló a Madrid para una reunión de directorio urgente.

A las seis de la tarde, había sido nombrada presidente del directorio del grupo Santander, una función que hacía tiempo anhelaba y que su padre, Emilio Botín ocupaba hacía 28 años. Sólo el jueves, con la sucesión confirmada, Botín se permitió tomarse un tiempo para reunirse con su familia y amigos, hacer un rápido entierro y finalmente entregarse a los sentimientos.

Esa muestra de profesionalismo encarna la fuerte división entre trabajo y vida personal que ella, la cuarta generación de su familia que conduce al grupo Santander, perfeccionó en su carrera hacia la cima. Es la persona más resuelta y focalizada que conozco, aseguró Bill Winters, amigo cercano y ex número dos de JPMorgan Chase, donde Botín inició su carrera. Sólo Jamie Dimon (CEO de JPMorgan) se compara, agregó.

Esa determinación y concentración se las inculcó su padre, generalmente mediante un régimen de amor con mano dura. Botín siempre a ella le fijó una vara más alta que al resto, explicó un asesor del banco. Cuando estaban juntos se veía cierta sumisión patriarcal cariñosa de un lado y ansiedad competitiva por complacer del otro.

A Botín, de 53 años, la fueron moldeando desde un principio, fue elegida por su padre como la más capaz de sus seis hijos para sucederlo. Quizás reconociendo sus propios defectos (tenía un precario dominio del inglés y poca experiencia fuera del mundo de la banca española) la mandó a estudiar al Reino Unido (en un internado católico, St Marys en Ascot) y a Estados Unidos (a la Universidad Bryn Mawr, en Filadelfia, y luego a Harvard).

Aprendió sobre banca de inversión negocio en el que Santander no participaba en JPMorgan de Nueva York. Pero volvió a España a fines de los ochenta y empezó a trabajar en Santander. Después de armar una versión miniatura de la operación de trading latinoamericana donde ella había trabajado en JPMorgan, Botín se embarcó en un proyecto más ambicioso: armar un banco de inversión. Empezó con un staff de 400 personas a mediados de los noventa, y hace tres años la división tenía 2.000 empleados, justo mientras golpeaban las crisis financieras de Rusia y Asia. Fue un momento poco afortunado pero dejó también una lección sobre los peligros del excesivo entusiasmo. La ambición fue más allá de lo que ella era capaz en ese momento, comentó una persona que la conoce bien. La ingresos estaban creciendo mucho más rápido que la inversión en gestión de riesgos y en controles.

Santander y Botín sobrevivieron a las pérdidas pero su posición se debilitó. Un año más tarde, cuando su padre selló su más ambiciosa operación hasta la fecha, la fusión con el rival local Banco Central Hispano (BCH), sacrificó a su hija para apaciguar los temores de BCH sobre la excesiva influencia familiar. Ella tuvo que acompañar el acuerdo, recuerda un oficial de banca de inversión.

Dos años después había regresado como presidenta de la subsidiaria de banca minorista de Banesto y luego consolidó la presencia de Santander en el Reino Unido. Las ganancias disminuyeron durante sus primeros cuatro años en el cargo, pero los analistas aplauden la limpieza del balance que ella misma pidió para preparar el negocio para un debut en el mercado bursátil.

Sus colegas aseguran que Botín aprendió de los contratiempos. La baronesa Vadera, ex ministra de gobierno que le pidió asesoramiento sobre cómo se conduce un negocio español, tiene solo elogios para ella. Es muy inteligente, se expresa muy bien y es completamente resuelta. A sus subordinados también les gusta su estilo. Nunca grita, pero se sabe perfectamente cuando no ella está contenta con el trabajo que hace uno, cuentan. Eso le ayuda a obtener lo mejor de los empleados.