La Argentina avanza en un nuevo ciclo de privatizaciones. Se trata de una decisión estratégica que despierta expectativas y temores: para algunos, una oportunidad de atraer inversiones, sanear las cuentas públicas y modernizar servicios; para otros, un riesgo de repetir viejas frustraciones.

La experiencia de los años 90 dejó aprendizajes ineludibles. Muchos procesos, aunque beneficiosos en la mejora de servicios, carecieron de la transparencia necesaria, con valuaciones cuestionadas, episodios de corrupción, litigios internacionales y, en algunos casos, reestatizaciones onerosas. Más allá de los matices sobre los resultados económicos, lo que quedó en evidencia es que cuando la opacidad domina el proceso, la confianza social e institucional se erosiona y los costos para el Estado pueden terminar siendo mayores que los beneficios.

Hoy el desafío es distinto: demostrar que la Argentina puede privatizar de manera transparente, eficiente y alineada con estándares internacionales. Que es capaz de generar recursos genuinos para el fisco, garantizar mejores servicios y atraer inversiones de calidad.

Reglas claras, valuaciones serias: El primer paso es garantizar que los activos estatales se valoren de manera independiente, con metodologías claras y abiertas al escrutinio. No se trata solo de maximizar el precio, sino de mostrar que las reglas del juego son parejas para todos.

Del mismo modo, los procesos de licitación deben estar regidos por criterios objetivos, transparentes y previsibles. La competencia abierta no solo asegura mejores precios para el Estado, sino también la llegada de actores con capacidad real de inversión y gestión de largo plazo.

Quiénes compran y con qué fondos. Privatizar no es únicamente transferir activos, es también decidir quiénes controlarán sectores estratégicos de la economía. Por eso, conocer a los interesados resulta crucial: de dónde provienen sus fondos, qué experiencia tienen en la gestión del sector, cuál es su historial en materia regulatoria y de cumplimiento fiscal.

Aquí la debida diligencia juega un rol central. No basta con que una oferta sea atractiva en términos de precio; es necesario garantizar que detrás de los capitales no haya estructuras opacas, riesgos de lavado de activos o antecedentes de incumplimiento y corrupción.

Empresas saneadas, inversores responsables: Otro punto clave es que las empresas estatales lleguen al mercado con cuentas ordenadas, un management profesional y mecanismos internos de gobernanza robustos. Privatizar compañías deficitarias, mal administradas o atravesadas por prácticas poco transparentes solo reduce su valor y desalienta la participación de inversores de calidad.

En cambio, ofrecer activos saneados y con estándares modernos de gobernanza corporativa -incluidos programas anticorrupción y de prevención del lavado de activos- multiplica las posibilidades de atraer actores serios, capaces de aportar no solo capital, sino también tecnología y know-how.

Beneficios concretos: recursos y servicios: El objetivo de las privatizaciones debe ser doble: generar recursos para el Estado y mejorar los servicios que reciben los ciudadanos. Esto requiere contratos equilibrados y sostenibles, marcos regulatorios sólidos y capacidad de supervisión. De lo contrario, como sucedió en el pasado, las disputas terminan en litigios internacionales o en reestatizaciones costosas que devoran los beneficios iniciales.

Un proceso bien diseñado, en cambio, envía una señal clara de seriedad y previsibilidad al mercado internacional. La reputación no solo se construye en base a una nueva narrativa: se forja en la manera en que se manejan operaciones de esta magnitud.

Profesionalizar para generar confianza: La diferencia entre repetir errores o escribir una historia distinta radica en la profesionalización del proceso. La integridad, la transparencia y los controles no son consignas abstractas: requieren metodologías sólidas, equipos experimentados, due diligence de calidad, valuaciones independientes y mecanismos efectivos de prevención de la corrupción.

En definitiva, el éxito de las privatizaciones dependerá de la capacidad de la Argentina para demostrar que aprendió de su historia, que puede generar competencia real y que entiende que la confianza -local e internacional- es un activo tan valioso como los recursos fiscales que se buscan obtener.

El país tiene la oportunidad de mostrar que las privatizaciones pueden ser algo más que un mecanismo financiero de corto plazo: pueden convertirse en un instrumento legítimo para atraer inversión, mejorar servicios y fortalecer su reputación en el mundo. La clave está en hacerlas bien.