En cada revolución tecnológica, el vértigo suele confundirse con euforia. Ocurrió con los ferrocarriles en el siglo XIX, con las empresas “punto com” en los 90 y ahora con la inteligencia artificial (IA) no es distinto. Pero la diferencia esencial es que esta vez no estamos inflando expectativas, sino construyendo los cimientos de una Revolución Cognitiva jamás imaginada. Lo que algunos llaman “burbuja” es, en rigor, una inversión masiva en la nueva capa productiva del siglo XXI. Las cifras lo dicen sin metáforas. Las grandes tecnológicas destinan cerca de US$400 mil millones anuales —el 70% de su flujo de caja operativo— a chips, data centers y energía. Es dinero en silicio y cemento, no en slogans. Es CAPEX puro invertido en una carrera por edificar las fábricas digitales que sostendrán la productividad global durante las próximas décadas. Pero a diferencia de la burbuja de internet del pasado, la IA ya factura. Los modelos de suscripción —como Copilot o ChatGPT— ya generan más de US$9 mil millones anuales, y si alcanzan niveles de adopción comparables a Netflix o Amazon Prime, el potencial supera los US$100 mil millones. Ya las APIs corporativas, donde empresas compran inteligencia “Saas”, hoy mueven otros US$8 mil millones y deberán escalar hacia el medio billón de dólares anuales. Los agentes autónomos, capaces de ejecutar tareas y transacciones sin humanos, proyectan otros US$150 mil millones en ingresos potenciales. Y la publicidad inteligente, evolución del buscador clásico, agrega otros US$100 mil millones al tablero. En conjunto, se perfila una economía de la IA con más de US$800 mil millones anuales de ingresos recurrentes en los próximos años. La aceleración en la adopción de este paradigma productivo ya se observa en los copilotos de código que aumentan la productividad de los desarrolladores hasta un 50%, lo que se traduce en un valor agregado de 1 billón de dólares anuales. Ya en biotecnología, sistemas como AlphaFold han mapeado 200 millones de proteínas en dos años, acelerando descubrimientos que, antes, tomaban décadas. Por su lado, vemos como las grandes tecnológicas crecen con plantillas estables, no infladas, donde la productividad reemplazó al empleo como motor de expansión. En términos macroeconómicos, se estima que la IA aportará 1,5 puntos de crecimiento adicional del PIB global anual hasta 2035, unos US$ 2 billones por año. Una burbuja destruye productividad; este ciclo la multiplica. Toda transformación profunda comienza con una fase de gasto que parece irracional. La electrificación consumió capital durante 20 años a inicios del siglo pasado antes de rendir frutos. Internet tardó una década en justificar su valuación. La IA está en esa “Curva J”, donde el retorno aún no se refleja, pero la infraestructura ya se está instalando con US$400 mil millones anuales, acumulando US$ 1,2 billones en la próxima década, donde EE.UU. lidera 12:1 su inversión frente a China. Para ser rentable, esa infraestructura deberá generar US$ 600 mil millones en ingresos, cifra perfectamente plausible si se compara con el negocio de Cloud Computing, que hace 15 años también parecía un exceso. Pero debemos entender que el cuello de botella no está en el desarrollo del algoritmo, sino en la energía, donde la demanda de los data centers ya creció 40%, y podría sumar 70 GW adicionales solo en EE.UU. Para 2030, el equivalente 60 centrales nucleares o 200 millones m3/día de gas natural. La IA necesita energía continua, no intermitente. Por eso el átomo volvió al centro del tablero con Estados Unidos, Japón, Reino Unido y hasta Argentina reactivando sus programas nucleares. Cabe siempre recordar que la IA, como la siderurgia o el ferrocarril, tiene base física. No hay software sin electrones. En síntesis, a diferencia del pasado, el auge actual se apoya en rentabilidad y activos tangibles, donde el 90% del capex en IA proviene de empresas con flujo de caja positivo, no de startups apalancadas. Es claro que la adopción aún es incipiente: solo el 5% de los usuarios paga por IA y menos del 10% de las corporaciones la integró plenamente, pero su adopción crece de forma exponencial. En pocas palabras, no hay sobreoferta, hay déficit de superchips, data centers y átomos para apalancar la demanda explosiva de uso diario. En consecuencia, debemos entender que la IA no es el destino de esta revolución productiva, sino la infraestructura que lo acelera. Así como el motor a combustión transformó energía en movimiento a inicios del siglo XX, la IA transforma información en productividad creando una Revolución Cognitiva.