Si hay una palabra que se soldó al manual de gestión del gobierno como si fuera un mantra, esa es "gradualismo". Lo que sucede es que no todas las políticas oficiales tienen el mismo punto de partida. En el tema tarifario muchos sienten que el sacudón que tuvieron los precios de la energía en el primer año de la actual administración no fue muy gradual, aunque la perspectiva es otra si ese movimiento es medido desde los trece años previos de congelamiento.

Lo mismo pasó con la unificación cambiaria: el salto que tuvo el dólar no fue tan grande si se lo compara con el blue de 2015, pero sí lo fue cuando la vara se pone en el tipo de cambio al que importaban las empresas.

El gradualismo, en el fondo, es una combinación de tres variables: la dirección elegida para desarrollar determinada política, la longitud de cada paso a adoptar, y la velocidad de aplicación. Economistas y empresarios coinciden en general con el rumbo adoptado, pero advierten que si bien los pasos iniciales eran más o menos tolerables, la restricción política terminó por condicionar el ritmo final, y en consecuencia, el resultado percibido por la sociedad.

Con ese elemento en la mano, un dato que sanamente empezó a procesar la Casa Rosada, es la necesidad de adaptar las expectativas iniciales a lo que permite la función gradualista. Sucedió primero con la batalla contra la inflación (traducido en pautas salariales más altas para el salario mínimo y los docentes bonaerenses), luego con el crecimiento de la economía y ahora con el frente fiscal.

Cumplir la meta de reducción del déficit de un punto del PBI en 2018 no habilitará a realizar movimientos muy ambiciosos en un plan que el sector privado espera con mucho interés: la reforma tributaria. La necesidad de bajar la presión impositiva es imperiosa, pero Macri pidió que los cambios sean neutros. Eso significa que a menos que la economía crezca más que el gasto (algo que aún luce poco probable) o que algún sector pague más, las propuestas que empezaron a trascender revelan alta moderación.