Le costó a la presidenta Michelle Bachelet reconocer los errores o los problemas que tenía su ambicioso plan de reformas. No le bastaron las alarmas encendidas el año pasado cuando aumentaba el rechazo a los cambios que impulsaba, mientras paralelamente la economía daba claros indicios de desaceleración.
Ni los reclamos de distintos sectores afectados, ni las cifras económicas, ni los resultados de las encuestas, eran razones suficientes como para alterar el rumbo. Por el contrario, la mandataria se mostraba decidida a continuar sin claudicaciones con sus propuestas de cambios profundos, desestimando los alegatos de que éstas pudieran afectar la marcha del país.
No fue una, fueron múltiples las ocasiones en que reafirmó que seguiría adelante con sus reformas. Fue lo que hizo, por ejemplo, cuando decidió enfrentar con especial firmeza a los empresarios en Enade, donde retrucando sus reiteradas críticas, manifestó que decir que no era el momento adecuado para realizar transformaciones por la desaceleración económica, era una falta de visión que Chile no se podía permitir.
Hasta que la cruda realidad fue tan fuerte, que la obligó a ceder, al punto de admitir lo que antes había negado.
Para ello fue necesario que Bachelet asumiera que la crisis de confianza que la tenían tumbada en las encuestas no era ajena a su plan de transformaciones, lo que finalmente la conminó a realizar el cambio de gabinete en que reemplazó a los ministros que lideraban junto a ella el proceso de cambios, por una dupla más pragmática, marcando con ello el inicio del giro que dio a conocer hace una semana.
El reconocimiento de que la realidad imponía renunciar a algunas de sus reformas o al menos modificar el ritmo, no fue una decisión que le resultara fácil, en parte por su profunda convicción de que éstas son necesarias para el país, como por el hecho de que responden a un compromiso que adquirió durante la campaña.
Pero optó por hacerlo, corriendo incluso el riesgo de generar ruido al interior de la Nueva Mayoría, luego de entender que no tenía otra opción que actuar con realismo, pero sin renuncia, de acuerdo a la forma como ella misma sintetizó la línea de la etapa que comienza.
La idea que quedó instalada luego de que la Presidenta anunciara que debía detener el acelerador en su plan reformista, fue que ello se debía a la falta de recursos a causa de la desaceleración económica.
Pero aun cuando destacó este punto como uno de los esenciales que impiden implementar los cambios, lo insertó dentro de un cuadro general de problemas que describió como las causas que hacen necesario frenar el proceso de transformaciones.
De hecho, al enumerar dichos problemas, lo primero que admitió fue que, por la incertidumbre que producen, las reformas no generaban la adhesión que se esperaba, reconociendo que ello se traducía en las encuestas, con lo que por primera vez, Bachelet aceptó que no era solamente un problema de que no se comunicaran bien.
Pero lo que para algunos resultó lo más significativo de su mea culpa, porque aparece como una causa en sí misma para cambiar el ritmo de las reformas, fue cuando aludió al déficit en la gestión para poner en marcha del proceso de cambios, admitiendo que se desestimó que no existía la capacidad para procesar modificaciones estructurales simultáneamente.
Tampoco Bachelet, al enumerar la última razón que hacía necesario el giro, se desentendió de los problemas políticos, refiriéndose al problema de la desconfianza, lo que se interpretó como un reconocimiento a que se había perdido la autoridad o la legitimidad para imponer un programa, si antes no recuperaba la confianza ciudadana.
En su descripción de las dificultades que hacen imposible continuar con el plan reformista al ritmo que se había planteado, la mandataria parece haber acogido la tesis del ministro de Hacienda, Rodrigo Valdés, de que los problemas políticos no eran ajenos al mal momento económico que, en términos absolutos, es lo que obligó a frenar el proceso de cambios l