La publicitada y finalmente desbaratada adecuación de las normas de valuación de inmuebles en el impuesto sobre los bienes personales habría provocado la dudosa satisfacción de convertir repentinamente a muchos propietarios en nuevos rico, con el consecuente galardón de pasar a ser flamantes contribuyentes de esta resistida herramienta tributaria.
El intento de modificación, en realidad, es sólo una muestra que reaviva la antigua discusión en torno a su valor como instrumento fiscal apropiado. Muchos capítulos se han destinado a evidenciar las flaquezas técnicas y estructurales de este impuesto altamente politizado y las razones que justifican largamente su desarraigo del sistema tributario. Entre otras debilidades, es un impuesto que puede menoscabar un concepto rector como el de capacidad contributiva al recaer sensiblemente sobre personas con activos importantes pero con un patrimonio nimio o incluso negativo, al impedir el cómputo de las deudas en su determinación (a excepción de ciertos pasivos vinculados exclusivamente con la casa habitación) y, asimismo, puede hacer desvanecer principios irrenunciables como el de equidad, al no contar con medios efectivos para evitar que la imposición termine afectando principalmente a los bienes registrables e inocultables cuando personas con idéntica capacidad de pago poseedoras de otros activos, teóricamente gravados, puedan distraerlos de los ojos fiscales.
Ciertamente, nunca ha pasado inadvertida la magra contribución que este impuesto ha acercado al erario desde su creación, pese a los reiterados intentos de remozamiento que tuvo durante sus veintidós años de vida. Es que las propias limitaciones intrínsecas tales como las vinculadas a la identificación de los bienes a ser objeto de imposición (propiedades sin título, dinero, alhajas y otros bienes suntuarios como algunos ejemplos), aquellas asociadas con una apropiada forma de valuación de los activos (subvaluación fiscal, obras de arte, etc) y las dificultades encontradas en el logro de una efectiva administración (en razón de la multiplicación de contribuyentes a ser fiscalizados) difícilmente podrían haber cooperado en generar una recaudación aceptable, en línea con una razonable aplicación del principio de economía que un tributo debería perseguir.
De haber prosperado la medida, el sorpresivo aunque sesgado reconocimiento que se habría dado a la inflación en materia impositiva, como una de las variables (al igual que la devaluación) para arribar al valor de mercado en la medición de los inmuebles, ya no como opción sino como obligación, se habría constituido en un parche decididamente recaudatorio, carente de sustento racional y disparador de innumerables situaciones lejanas a la justicia fiscal.
Indudablemente, la búsqueda parcial y forzada de una mejor expresión de capacidad contributiva para los inmuebles habría confrontado con el evidente problema empírico de la definición acertada de la metodología de cálculo, por cuanto no puede desconocerse que los bienes en cuestión están ajenos a un mercado transparente que provea de claridad y objetividad en la cuantificación así como tampoco puede relativizarse la relevancia del poder de negociación en la fijación del precio. Estas limitaciones que son extensivas a otros bienes gravados podrían derivar en inequidades mayores a las actualmente presentes, que lejos de acercar posiciones con el principio de conveniencia o comodidad de pago contribuirían, seguramente, a agigantar la voluntad de enajenar tales activos, muy probablemente, al organismo encargado de efectuar la valuación...
Cualquier reforma que se plantee sobre el impuesto sobre los bienes personales no debería soslayar el diagnóstico global que lo erige como un tributo altamente criticado, desaconsejable técnicamente conforme a la literatura más confiable, en lugar de propugnar remedios puntuales de cuestionable eficacia. Sostenido sólo por el estímulo político frente al fracaso recaudatorio, la tendencia internacional es una referencia no menospreciable y didáctica que ilustra acerca de una creciente cantidad de naciones que han eliminado el impuesto de su sistema tributario y, escasamente, a muy pocos países que lo mantienen en su esquema, aunque sobre bases sustancialmente diferentes, todas afines con preservar seriamente la equidad y la capacidad contributiva.