La Argentina padece en las últimas décadas el mayor y más nocivo estancamiento de su calidad institucional, en tiempos que se corresponden con el periodo de la llamada ‘nueva democracia'. En muchos casos, incluso, puede hablarse de destrucción, decadencia e inutilidad de numerosos organismos y estructuras, que más allá de su persistencia formal en el inventario institucional, no cumplen ni remotamente con su cometido.
El camuflaje se impone así como una necesidad gubernamental. Hacer algo que parezca serio. y administrarlo temporalmente con sumo cuidado, evitando pisar ‘callos poderosos'. El resultado es siempre un avance fantástico inicial y un abandono evidente de las consignas, tras el ejercicio diario del poder. Batido y congelamiento, son las acciones típicas que describen como los gobernantes preparan este mal trago que envenena la democracia argentina. Instituciones anémicas, escasos y asediados organismos de control, leyes que se alteran a tono con la conveniencia, cuerpos de investigación cuasi dependientes, modificaciones a los reglamentos de organismos estratégicos, entes reguladores inoperantes, una administración pública nacional arrasada en sus cuadros técnicos, y un falso federalismo, son algunos de los síntomas que evidencian el atraso institucional de una república enferma que facilita y hasta estimula la corrupción. En el mensaje de apertura de las Sesiones Ordinarias del Congreso Argentino, la Presidenta aludió en al menos cinco ocasiones al término ‘calidad institucional'. Suministró lecciones a la oposición de cómo comportarse en torno a esa cuestión y dio por sentada la contribución de los legisladores oficialistas a la temática con un ‘protagonismo sin precedentes'. Habló de manipulación de la información por parte de los medios e hizo alarde del derecho a acceder a una información correcta que tienen todos los ciudadanos. Reclamó a los adversarios, una moderación de los agravios. Extraña y contradictoria postura, de quién desprecia a la institución vicepresidencial, tolera los agravios y desbordes de sus ministros contra los gobernantes y políticos opositores, construye discursos basados en estadísticas que su entorno se encargaría de manipular, se opone a la sanción de una ley de acceso a la información pública y altera calendarios electorales, sólo por mencionar algunos avasallamientos institucionales de su propia cuna. Una última muestra de tamaña debilidad, la ha dado el recorte de funciones del Fiscal Nacional de Investigaciones Administrativas, quizás el último bastión digno de una política anticorrupción en vías de extinción. En sintonía con esa agonía inducida, aparece la pretenciosa Oficina Anticorrupción (OA) carente de toda autonomía. Esa dependencia, que ha costado a los argentinos en los últimos siete años más de doce millones de pesos y duplicado su presupuesto desde el 2006 a esta parte, no ha obtenido una sola condena judicial que la justifique en su actual esquema funcional de subordinación al Poder Ejecutivo, y sólo se limita a emitir recomendaciones ante las más duras denuncias. Quizás por ello, la corrupción de cualquier gobierno argentino siempre se conjuga en pasado. La ausencia de voluntad política para dar ese combate es en esencia la primera y más grande práctica corrupta. Por eso, cuando la Presidenta menciona el enorme protagonismo institucional de los legisladores del ‘Frente para la Victoria', podría haber otras conjeturas para explicar tanto activismo. La inseguridad jurídica, la proliferación de los delitos, la maldita policía, la pérdida de los ahorros, la caída de un gobierno, la privación de justicia, la fuga de capitales, la mala administración de los recursos públicos y hasta el riesgo de perder la paz social, son el emergente de un país, que declama la institucionalidad al mismo tiempo que la quebranta. En ausencia de cualquier clase de políticas y frente a una clase política ausente, resulta inevitable parafrasear a Bertolt Brecht: "Muchos políticos son absolutamente incorruptibles, nadie puede inducirles a hacer el bien común .