En Brasil, fofoca. En España, cotilleo. Acá, chimento. Mil formas de decir lo mismo: el chisme convertido en mercancía. Sistematizado, estructurado con una narrativa puntual, con personajes recurrentes e historias con continuidad. Hoy, los programas de TV dedicados a la farándula comienzan a contar un cuentito determinado un lunes y lo sostienen durante días o semanas sobre la base de un elenco estable y vueltas de tuerca. A se pelea con B, B se pelea con C (novio de A), C sale a defender el honor de A, B reta a duelo a C y se mandan cartas documento. Acá entra el elemento sorpresa en el argumento: A+B+C se amigan y se piden perdón en cámara. Y con eso llenamos buena parte de dos semanitas de un programa diario de dos horas. Esto es, de alguna manera, una combinación entre telenovela y reality show. Los protagonistas pertenecen al mundo real pero operan con elementos de personajes de ficción. Traiciones, mentiras descubiertas, melodrama, comedia... Hay que reconocerle a esta fábrica su creatividad y su estilización de su materia prima.
Los chimentos son bastante más que chismes o rumores: funcionan no solo por sobreentendidos. En su construcción es fundamental que el público tenga bien claro el rol de sus implicados y sus objetivos dentro de la historia.
En la historia de los medios audiovisuales argentinos, los programas de espectáculos de la tarde son hijos de las columnas radiales de María Castaña y de sus equivalentes televisivas, como la Tía Valentina. Más difícil es establecer su genealogía en la gráfica, pero las líneas trazadas por Natalio Botana y Héctor Ricardo García (espectacularidad en la cobertura, títulos expresivos y un lenguaje inmediato) también tienen sus ecos.
En Estados Unidos la raíz de esta forma de periodismo farandulero durante el siglo XX se puede asociar a tres nombres: Louella Parsons, Hedda Hopper y Walter Winchell. Las dos primeras solían escribir lo que los jefes de prensa de los estudios de Hollywood y sus editores les decían. Parsons era empleada del magnate William Randolph Hearst, quien le dictaba a quien destruir en sus columnas semanales. Hopper (que odiaba a Parsons) soltaba ponzoña para Los Angeles Times. Sin embargo Louella y Hedda nunca chocaban con las grandes compañías de la meca del cine y rara vez mostraban los costados más oscuros de las estrellas de la pantalla grande.
Pero Winchell era diferente. Hasta el día de hoy se le adjudica haber inventado las columnas de chismes mientras trabajaba en New York para el New York Evening Graphic, un periódico tan amarillo que los periodistas lo llamaban “el New York Evening Porno-Graphic . Walter empezó escribiendo sobre estrellas de Broadway y luego pasó a hacerlo con sus pares de Hollywood, creando la leyenda de que su sola palabra era capaz de construir y destruir carreras. Su alcance no era poco: más de 40 millones de personas leían sus palabras cada semana a mediados de los años 30. Odiado y temido, Winchell fue el principal modelo del personaje de Burt Lancaster en la película “La Mentira Maldita (Sweet Smell of Success, 1957), un sádico periodista que manipulaba a las personas hasta llevarlas al suicidio. Los tres eran rabiosos anti comunistas y sus estrategias muchas veces incluían sugerir que tal o cual figura miraba con cariño al socialismo para destruirla públicamente.
Un alumno de Winchell era Robert Harrison, quien había sido cadete del New York Evening Graphic. Harrison publicó durante años cuadernillos con fotos de chicas en ropa interior hasta que en 1952 ideó una revista que llevaría el estilo destructivo de su maestro al límite: Confidential.
El pasto de Confidential eran los escándalos y la caza de brujas. En sus reportes abundaban (con nombres completos) escabrosos detalles de las vidas sexuales de los astros. La caza de brujas iba desde lo ideológico hasta lo íntimo. Bajo la batuta de Howard Rushmore, el paranoide jefe de redacción, Confidential acusaba a Liberace y a Tab Hunter de “sodomitas , a Robert Mitchum de nudista y a Bing Crosby de marido pegador. Y aunque algunas de estas típicas acusaciones eran puro humo, otras eran ciertas. Harrison y Rushmore las conseguían a través de una red de espionaje que pagaba a policías y prostitutas por documentos e información. Rushmore también era un anticomunista furibundo y no dudaba en hacer listas de “rojillos2 dentro de la industria. Con este cóctel explosivo, la distribución de la revista trepó rápidamente a más de cuatro millones de ejemplares. Rushmore dejó la publicación y muy pronto los juicios empezaron a llover. Confidential entró en declive, Rushmore atestiguó en los tribunales de New York en contra de su ex jefe por calumnias y la revista se vendió para no tener que pagar millonarias indemnizaciones. Tampoco al ex jefe de redacción le fue muy bien y un tiempo después se suicidó tras matar a tiros a su mujer.
El espíritu de Confidential sobrevive en cada cámara oculta, cada noticia de ultimo momento que cruza la barrera entre lo publico y lo privado. Eso si, hay algo que cambió: hoy los medios y programas de chimentos cuentan con la complacencia de los involucrados. Ya no hay víctimas, este juego lo juegan todos con la conciencia de que hacerse el test de embarazo en vivo y en directo es en realidad el comienzo de una nueva fuente de trabajo.