En la Argentina, probablemente más que en ningún otro país, parece existir una falta de información pública sobre la verdadera contribución que tienen el sector agropecuario y el agro-industrial en el desarrollo económico y social del país. Esta falta de información y la débil representación política de estos sectores, hacen que los mismos desciendan un peldaño en la escala de prioridades que nuestra sociedad le asigna a distintos objetivos. Existen razones objetivas para que se intente revertir esta situación.

En términos de aumentos de la productividad y tasa de crecimiento, como también en términos de población y potencial para disminuir la pobreza vía la generación de empleos productivos, estos sectores tienen gran importancia. Por ejemplo, en la década de los 50, la productividad de la tierra en Estados Unidos correspondiente a los 15 principales cultivos de Argentina era 2,4 veces superior. Para la década del ’90, esta diferencia se había reducido un 33%. En años recientes y fundamentalmente como respuesta a la devaluación y los mayores precios internacionales, entre los sectores productores de bienes, el agropecuario ha mostrado tener la mayor tasa de crecimiento y su participación en el PIB casi se ha duplicado.

También es bien conocido el hecho de que estos sectores aportan el grueso de nuestras exportaciones, y que éstas tienen que luchar con barreras comerciales mucho más elevadas que las que afectan a otros sectores.

Menos conocidos aún son los temas de tamaño de población y pobreza rural. La metodología utilizada para la confección de las estadísticas de población rural, también contribuye a devaluar la importancia del sector agropecuario. Por ejemplo, de acuerdo al censo de 2001, la población rural se define como aquella que habita en poblados de menos de 2.000 personas. De acuerdo a esta definición, 10,7% de nuestra población es rural. Este bajo porcentaje implica que a pesar de su extensión, la Argentina (como muchos otros

países de América Latina), sea considerada esencialmente urbana.

Sin embargo, cualquiera que ha viajado por nuestro país ha observado que la densidad poblacional no se ajusta a la definición de blanco o negro como surge de la metodología señalada. Esta densidad aumenta a medida que nos acercamos a los centros urbanos, y es probable que muchas personas que están en las periferias de las grandes ciudades, ganen al menos parte de sus ingresos en trabajos relacionados con actividades rurales. Vienen a la mente, pequeños almacenes, estaciones de servicio, centros de acopio, preparación de comidas, ventas de insumos rurales, etc.

Cuando en la Argentina se aplica la metodología usada por la OECD para estimar la población rural, esta aumenta de manera significativa. Sin entrar en los detalles de la misma, lo importante es señalar que en nuestro país, esta población llega a representar cerca del 40% del total. De ser cierta, esta cifra (e incluso menores), cambia nuestro perfil poblacional de una manera profunda, y nos acercamos mucho más a ser un país rural de lo que indican las actuales estadísticas.

Si efectivamente esta población es mucho mayor, las políticas usadas para luchar contra la pobreza debieran ajustarse de manera acorde. Sin la menor intención de abrir una discusión ideológica (pero si metodológica), el tamaño de la población urbana que muestran nuestras estadísticas, ha sido un sostén de una posición política que tiende a deprimir los precios de los productos agropecuarios. Solo un conservador a ultranza puede criticar una política que impone impuestos sobre el 10% de la población (percibido como uno de los segmentos más ricos), para redistribuir al resto de la población. Pero si el 10% no es tal sino mucho más, y si dentro de esta población hay mucha gente pobre, luego el carácter tradicional de justicia social sobre el cual se ha asentado históricamente nuestro sistema impositivo comienza a ponerse en duda.

Si en términos absolutos, el número de los pobres rurales fuera mucho menor a los pobres urbanos (a pesar de que la población rural pueda ser mayor), el carácter redistributivo de nuestro tradicional sistema impositivo continúa teniendo apoyo ético. Si bien no tenemos buenas estimaciones de la incidencia de la pobreza rural (lo cual representa otro desafío para nuestro sistema de estadísticas), algunas muestran que no está muy alejada de la urbana. Supongamos para simplificar que sean iguales. En tal caso, si se aplica esta incidencia sobre una población rural más elevada que la que indica nuestras estadísticas, el número de pobres rurales aumenta y el de los urbanos disminuye, acercándose el uno al otro. En este caso, las políticas que deprimen el precio de los productos producidos por el sector agropecuario también, están disminuyendo los ingresos de un porcentaje importante de la población pobre.