Miguel ngel consiguió en La Habana lo que miles de exiliados, casi una docena de presidentes estadounidenses y, en los últimos días los candidatos republicanos a presidente de Estados Unidos, venían prometiendo o soñando desde hace mucho tiempo: una cierta libertad en Cuba.

El año pasado ngel reclamó, restauró y reabrió el restaurante que tenía su abuelo en la vieja Habana, que había sido nacionalizado por el gobierno revolucionario en 1964. Ahora ngel espera grandes ganancias.
“Estoy sentado sobre una potencial mina de oro,” afirmó el emprendedor de 37 años refiriéndose a su establecimiento, bien llamado La Moneda Cubana.

La trampa de turistas de ngel, a sólo pasos de la catedral colonial, es una de las señales más exuberantes de cómo Raúl Castro ha retocado la economía cubana de estilo soviético con reformas liberalizadoras que fomentan la actividad comercial privada.

Además, los cambios impulsados por el presidente —que en enero se extendieron al mercados de las viviendas— parecen reflejarse en la actitud más intransigente que muestran los cubano-estadounidenses hacia su tierra natal.

“El compromiso cubano-estadounidense está cambiando”, señaló Phil Peters del Lexington Institute, un think-tank de Washington. “Ya no sólo de vez en cuando envían dólares a los parientes, sino que también mandar dinero para ayudar a sus emprendimientos, comprar bienes raíces o incluso retirarse”.

Más de 400.000 cubano-estadounidenses viajaron a la isla el año pasado. Emilio Morales, propietario de Havana Consulting Group con base en Miami que asesora sobre estrategias comerciales en Cuba, estima que dos tercios de esas visitas tuvieron una motivación económica.

Se estima que los exiliados también enviaron unos u$s 2.000 millones, convirtiéndose en el equivalente caribeño de los emigrantes chinos que invirtieron por primera vez en el gigante oriental.

Pero aunque lo deseen, los pequeños emprendedores carecen del peso de lobby que tienen las grandes empresas, como las petroleras, para que se modifique el embargo estadounidense, lo que requiere aprobación parlamentaria.

Sin embargo, son claros los cambios que ellos y las reformas de Castro están llevando a Cuba, y no Washington. En un frondoso suburbio, cuatro tiendas de reparación de teléfonos han surgido en los alrededores una sucursal de Etecsa, la compañía telefónica estatal.

“Le estamos dando a Etecsa un poco de competencia”, dijo Michael Franco, que tiene clientes regulares para los iPhone que vende por u$s 400 y ninguna queja sobre el impuesto de 50% del gobierno. “¿El 50% sobre qué? Depende de cuánto uno declare”, comentó.

Los cubanos se preguntan si vender sus viviendas, a los extranjeros por supuesto, porque ningún cubano tiene suficiente dinero, aunque paradójicamente sólo los cubanos residentes están autorizados a comprar un inmueble.

A diferencia de su hermano mayor Fidel, en la década de los noventa, Raúl Castro insiste en la necesidad de las reformas. Esto se refleja en su creciente popularidad, que también las hace irreversibles, incluso si para cada ganador siempre tiene que haber un perdedor, especialmente el jubilado que tiene que subsistir con una pensión estatal de u$s 15 por mes.

Eso, junto con la resistencia del partido stalinista, ha demorado las reformas necesarias para crear suficiente empleo para absorber el millón de empleados estatales que, según dijo Castro, serán despedidos.