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En el extremo norte de Colombia, donde el mar Caribe se encuentra con el desierto, existe un pequeño paraíso escondido que sorprende por su belleza natural y su tranquilidad. Se trata de Cabo de la Vela, un pueblo ubicado en el departamento de La Guajira, que cuenta con menos de 300 habitantes, pero atrae a miles de turistas cada año por su paisaje único, su cultura indígena y su conexión con la naturaleza.

A diferencia de destinos turísticos más concurridos como Jardín, Antioquia, este rincón guajiro ofrece una experiencia completamente distinta: paz, sencillez, contacto con lo ancestral y vistas que parecen de otro planeta.

A pesar de su tamaño, este pueblo ha sabido conquistar el corazón de quienes lo visitan.

Qué tiene Cabo de la Vela que enamora a los viajeros

Cabo de la Vela es uno de los lugares más especiales del país por su combinación de desierto, mar y cultura wayuu. Sus playas tranquilas, como Punta Arcoíris o Playa Ojo de Agua, son ideales para descansar, practicar kitesurf o simplemente contemplar el atardecer más espectacular de Colombia.

A pocos minutos del centro del pueblo se encuentra el Cerro Pilón de Azúcar, una pequeña montaña sagrada para el pueblo wayuu que regala una vista panorámica inigualable del mar y el desierto. La subida es corta, pero vale cada paso.

Aunque llegar a Cabo de la Vela puede ser una travesía, eso forma parte de su encanto. Para llegar, es necesario viajar primero a Riohacha y desde allí tomar un 4x4 rumbo a Uribia. Desde Uribia, se atraviesa el desierto en un recorrido de aproximadamente 2 a 3 horas por caminos sin pavimentar.

Debido a su aislamiento, en el pueblo no hay señal de celular ni internet estable, y la electricidad es limitada. A cambio, se obtiene una desconexión total del ruido y un contacto directo con la esencia del territorio guajiro.

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Una joya que resiste el paso del tiempo

Con menos de 300 habitantes, Cabo de la Vela conserva su identidad gracias a la comunidad wayuu, que mantiene vivas sus tradiciones, su lengua y su relación con el entorno. Muchos de ellos ofrecen hospedaje en rancherías, preparan platos típicos como el friche o la arepa dulce, y elaboran las tradicionales mochilas tejidas a mano.