La política argentina se parece a un péndulo. Se mueve de un extremo al otro con la misma intensidad con que la sociedad expresa su frustración. El reconocido consultor Manuel Mora y Araujo solía hablar del carácter bipolar de la opinión pública argentina, siempre oscilante entre entusiasmos y decepciones muy rápidas con los gobiernos de turno.
Ese movimiento explica, en buena medida, el triunfo de Javier Milei en 2023: no fue un voto programático ni ideológico en sentido estricto, sino un voto de enojo. Un rechazo visceral a un sistema político que acumuló promesas incumplidas, inflación crónica y deterioro social. El problema, como muestran los antecedentes históricos, es que el enojo tiene un límite: alcanza para ganar elecciones, pero no para sostener gobiernos.
El malestar ciudadano era profundo. Según distintas encuestas, más del 70% de los argentinos creía que el país iba "en la dirección equivocada" desde hacía al menos una década. La inflación, que superó el 200% anual en 2023, y la caída del salario real -que perdió casi un 25% en términos acumulados en los últimos cinco años- alimentaron la percepción de un declive permanente. Frente a ese escenario, el discurso libertario de "dinamitar la casta" ofreció una válvula de escape emocional: la ilusión de que, al castigar a los responsables, se abriría un nuevo comienzo.

Pero gobernar con enojo no es lo mismo que llegar al poder con enojo. Milei enfrenta hoy la tensión entre el sacrificio que exige el ajuste y la paciencia limitada de la sociedad. El oficialismo argumenta que "no hay plata" y que la estabilización requiere tiempo. Sin embargo, el reloj político corre más rápido que el reloj económico. La economía atraviesa un momento de gran heterogeneidad. Hay sectores que crecen, pero otros -mano de obra intensiva- acumulan caídas de dos dígitos, como la construcción o la industria, golpeando a vastos sectores sociales. Y aunque los indicadores de inflación empiezan a mostrar un alivio, la pregunta clave es cuánto tarda la ciudadanía en percibir que el esfuerzo empieza a rendir frutos.
La historia argentina es elocuente. Alfonsín en los '80 llegó con la épica democrática, pero la hiperinflación lo expulsó del poder antes de terminar su mandato. De la Rúa asumió con el respaldo de quienes estaban hartos de la corrupción menemista y naufragó entre la recesión y la falta de liderazgo político. Macri arrancó con la promesa de "pobreza cero" y terminó en default selectivo y con una economía en recesión. En todos los casos, el enojo inicial con el pasado no alcanzó para sostener un proyecto en el presente.
La particularidad de Milei es que no solo capitalizó la bronca, sino que la convirtió en un estilo de liderazgo. El Presidente habla en términos de batalla cultural, convierte a la política en un ring y a sus opositores en "enemigos del cambio". Esa narrativa aún conserva vigencia: las encuestas le otorgan niveles de aprobación cercanos al 50%, un número inusual en un contexto de fuerte ajuste. Pero la experiencia muestra que la legitimidad basada exclusivamente en el enojo es frágil: la misma furia que castigó a la "casta" puede volverse contra quien no muestre resultados palpables.
Aquí aparece el dilema del péndulo. Si la bronca se transforma en desapego absoluto, el riesgo no es solo un nuevo cambio de gobierno, sino algo más profundo: una sociedad que deja de creer en cualquier proyecto político sea del signo que sea. A diferencia de las crisis económicas y políticas de 1989 y 2001, que tenían al peronismo como actor de reemplazo natural de los gobiernos salientes, hoy el hartazgo alcanza a todos el arco político. Si a Milei le va mal, ¿qué válvula de escape le queda al sistema político? La desafección democrática es un dato global -lo muestran los casos de Chile, Colombia o Perú-, pero en Argentina puede adquirir un cariz más extremo por la acumulación de crisis.
El desafío del oficialismo, y en verdad de todo el sistema político, es convertir la energía destructiva del enojo en una construcción positiva. El ajuste puede estabilizar la macro, pero no alcanza si no se traduce en expectativas de futuro. El capital político de Milei depende de su capacidad de demostrar que el sacrificio presente abre una puerta de movilidad social ascendente, aunque sea pequeña.
Si la política vuelve a fallar en ese puente, el péndulo argentino se moverá otra vez, con destino incierto. El país ya probó gobiernos que prometían modernización, redistribución, estabilidad, revolución o cambio cultural. Ninguno logró escapar al círculo de expectativas desmesuradas y frustraciones rápidas. Tal vez la salida pase por asumir que la rabia no es un proyecto, sino apenas un punto de partida.
Pronto celebraremos elecciones, en septiembre en la provincia de Buenos Aires, y luego las nacionales en el mes de octubre. Las encuestas parecen indicar resultados cerrados entre el peronismo y la Libertad Avanza en la provincia y luego se presume un triunfo oficialista a escala nacional. El lema principal del gobierno (kirchnerismo nunca más) nos muestra que todavía es más rentable en esta etapa convocar electores enojados con el gobierno anterior que convocarlos por los logros del presente. ¿Estamos nuevamente frente a la maldición de los gobiernos no peronistas?
El verdadero desafío para el gobierno no es octubre. Más bien empieza el 27 de octubre. Se trata de concretar las expectativas positivas que un sector considerable de la sociedad tiene, respecto al rumbo que ha decidido el Presidente Milei. Ganar elecciones es condición necesaria para llevar adelante esa tarea, pero no es suficiente. Se trata de gestionar esas expectativas sociales para que no se vean frustradas. Sin crecimiento económico sostenido y sin un modelo de país que pueda visualizarse con algo más de claridad, es difícil que eso suceda.
El límite del enojo social no es solo el riesgo de que el ciclo de un presidente se corte en un primer mandato tal como le sucedió a Mauricio Macri; ahora es el riesgo de que la sociedad deje de creer que la política sirve para algo. Y ese sería, en un país acostumbrado a los vaivenes, el péndulo más peligroso de todos.




