Francisco ante el espejo de la historia

A estar a las crónicas periodísticas, el Papa Francisco, luego de agradecer a la Virgen María su designación como Sumo Pontífice de la Iglesia Católica, se detuvo especialmente a orar frente a las imágenes de dos de sus predecesores, en particular. La de Pío V, que fuera Papa en el período 1504-1572. Y la de Sixto V, cuyo pontificado, a su vez, se extendiera desde 1585 a 1590. ¿Hay algún mensaje implícito, alguna señal que deba leerse, en esa decisión de Francisco?
Nadie puede asegurarlo, salvo él. Pero si miramos brevemente hacia atrás, en busca de razones para lo sucedido, podemos intentar entender cual pudo haber sido el motivo que moviera al Papa Francisco a actuar de ese modo.
Pío V, cuya familia había caído en la pobreza, debió desempeñarse desde muy pequeño como pastor de haciendas. Allí se acostumbró al silencio que enriquece el pensamiento. Ingresó luego en la orden de los domínicos, la de los predicadores, en la que, luego de los estudios del caso, se ordenó sacerdote.
Infatigable y amante de las largas y silenciosas caminatas, extendió su prédica incesante todo a lo largo de un vasto territorio. De rostro severo, fue un trabajador escrupuloso e incansable. Aún luego de haber sido designado Cardenal, su vida fue un ejemplo de sencillez, actitud de pobreza y desprendimiento. Lavaba simbólicamente los pies a los pobres y visitaba frecuentemente a los hospitales, de modo de estar cerca de quienes sufren en la vida. Fue siempre condescendiente con los humildes y paterno con los desamparados. Amigo de San Carlos Borromeo, dedicaba largas horas, particularmente a la noche, a la meditación y a la oración.
En su actuación curial fue enemigo de los aduladores y austero como pocos. Se le reconocía un espíritu severo y una templanza contagiosa. Al ser designado Pontífice, dejó sin efecto el tradicional banquete celebratorio y ordenó que el dinero que por ello no se había gastado se entregara a los pobres y utilizara para llevar remedios a los enfermos.
Devoto especial de la Virgen María, Pio V doctrinariamente, resultó inflexible. Fue además quien, sin titubear, excomulgara a la reina Isabel de Inglaterra. Desconfiando de sus algunos de sus pares cardenales, renovó ese colegiado y desterró el lujo de su corte. Además, ordenó a los obispos vivir en sus sedes; defendió el celibato sacerdotal; y procuró la santidad de vida de los sacerdotes. Logró así la recuperación moral de la cúpula de la Iglesia, que desde el inicio de su gestión procurara.
Murió en la humildad, vestido con su hábito de fraile domínico. Sus restos están enterrados en la Basílica de Santa María la Mayor.
Una curiosidad: en sus biografías suele recordarse que Pío V de alguna manera presintió el triunfo de la cristiandad en la decisiva batalla naval de Lepanto, en la que se detuviera la expansión amenazadora de los turcos y en la que combatiera, entre otros, el propio Miguel de Cervantes. Sin que entonces existieran los medios de comunicación que hoy tenemos, el Papa interrumpió su trabajo ordinario para, de pronto, ordenar que sonaran todas las campanas de Roma en celebración de una victoria que, en rigor, sólo fue confirmada por los mensajeros algunos días después.
El Papa Sixto V era, por su parte, franciscano. Se lo describe como hombre de una gran fuerza interior. Como Pío V estuvo dedicado a trabajar sin descanso ni cansancio para tratar de mitigar en los demás los siempre duros efectos de la pobreza.
En su difícil y breve pontificado, Sixto V, logró unificar a una Iglesia que entonces estaba dividida profundamente en facciones enfrentadas abiertamente, que hasta se manifestaron en el propio cónclave que finalmente lo eligiera Papa.
Fue entonces, durante su Papado, cuando la Curia romana tomó la forma y estructura básica que sustancialmente aún conserva.
Sixto V gobernó con singular energía. Urbanista magno, enriqueció estéticamente a Roma, recuperando algunos de sus monumentos más antiguos. Pero además llevó (por acueducto) el agua corriente a los barrios altos de Roma, allí donde vivían los más humildes que estaban, hasta entonces, prácticamente abandonados a su suerte.
Su rigor resultó a veces casi obstinado y hasta, quizás, algo excesivo, por esto algunos lo describen como casi autoritario. Pero sin ese rigor no hubiera quizás podido pasar a la historia como un Papa que restauró el orden y la disciplina entre los prelados y sacerdotes.
La pureza caracterizó siempre a su obrar; la valentía fue constante en su labor; y la caridad y la misericordia lo empujaron a trabajar -sin descanso- en favor de los pobres acercándoles la labor de una Iglesia que comprendió el enseguida cual era el mensaje que el Pontífice, por convicción, quería propagar.
Queda visto que hay denominadores comunes fáciles de identificar entre las vidas ejemplares de los dos Pontífices a los que hemos aludido brevemente y la personalidad del Papa Francisco quien -más allá de las tempranas calumnias que algunos, alimentados por el odio, acumularon rápidamente en su derredor- se ha ganado -con conducta, gestos y mensajes de una profunda coherencia- el corazón de todos quienes lo respetan no sólo por ser Papa, sino por lo que siempre ha sido y por lo que es.
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