Muerte a los traidores

Por las razones que se detallarán más adelante, el nombre de Carlos Ausili debería ser conocido en todo el país. Sin embargo, no es así. Y ese contraste entre lo que debería ocurrir y lo que ocurre tal vez sea útil para entender el dramático cambio en la escala de valores que se produjo en el período kirchnerista.

Ausili es un joven tucumano que padece mal de Parkinson. En la noche del 31 de agosto sintió la necesidad de protestar contra la manera en que se habían llevado a cabo las elecciones provinciales de su provincia. Se ató una bandera argentina alrededor del cuello y fue a la Plaza Independencia. Se lo puede ver, en las filmaciones, mezclado entre la multitud. Cuando empezó la represión, Ausili quedó atrapado. Su enfermedad le impedía moverse con la rapidez que requería el caso. Tres policías de civil lo arrastraron hacia el interior de la Casa de Gobierno. Allí lo encerraron y lo molieron a palos durante dos horas. Cuando, finalmente, fue liberado, Ausili fue a la comisaría a hacer la denuncia. Se la tomaron pero no le dieron copia. Luego concurrió a la fiscalía: no le quisieron tomar declaración. Su testimonio -y el de su mamá-fueron entonces recogidos y pueden verse por periodistas que comparten el sitio Periódico Móvil, en la web. Cada vez que le preguntaron a José Alperovich o a Juan Manzur por ese caso, o se hicieron los desentendidos o explicaron una formalidad: que la Justicia lo va a investigar. Ausili es un pibe común. Sabía entonces, como lo sabían casi todos en Tucumán, que difícilmente el poder cambiaría de signo en la provincia. Dado el contexto, su denuncia acerca de lo que le sucedió es de una temeridad y una valentía enormes.

En la madrugada del domingo, la Corte Suprema de Justicia de la provincia resolvió que Manzur sea el próximo gobernador de Tucumán. Como se sabe, la semana pasada, una sala de la Cámara en lo Contencioso administrativo había anulado los comicios. En los días siguientes, la casa de una de las juezas que tomó aquella decisión fue apedreada, y el secretario letrado del Tribunal sufrió un oportuno asalto: desconocidos entraron a la vivienda de su familia y la desvalijaron. Para que nadie dudara de la autoría de esos hechos, en la puerta de Tribunales fue colgada una bandera que decía Muerte a los traidores. Lo hizo un grupo de militantes del sector político del gobernador José Alperovich, que decidieron acampar en el lugar. La noche en que profirieron esa amenaza de muerte, Alperovich los visitó en la plaza.

"No somos mansos", advirtió.

No era necesario.

El domingo de la elección, Jorge Ahuali había vivido en carne propia esa falta de mansedumbre. Ahuali es un camarógrafo de un canal local, es decir, ni de los grupos concentrados, ni de la CIA, ni de la Corpo. Ese día, ya había terminado su cobertura de la elección. Pasó a buscar a su familia para ir a votar. Estacionó cerca del lugar de votación cuando vio como se descargaba comida en una unidad básica. Llamó a su canal, le dijeron que filmara. Lo hizo hasta que bajaron la persiana para impedírselo. Se subió al auto. Inmediatamente lo empezaron a perseguir dos motociclistas. Le cruzaron las motos en su trayecto y lo agredieron. Ahuali tuvo la mala idea de bajar y encender la cámara. Lo agarraron a trompadas y cayó al piso, donde empezó a recibir patadas en la cabeza hasta desvanecerse. Sus hijos miraban todo desde el auto. Terminó internado.

Tampoco era necesario contarle a José Kovak que la gente de Alperovich no es mansa. Kovak es un militante troskista que fue privado ilegalmente de su libertad durante una semana por la policía, a la que le disgustó que intentara proteger una urna que trataban de robarse militantes justicialistas. Durante los forcejeos por esas urnas, la policía y la gendarmería reprimieron a los que resistían y quebraron el brazo de la hermana de Kovak.

Ninguno de estos hechos forman parte del debate sobre si hubo o no fraude en Tucumán, sino de algo más grave. Hay pocos antecedentes de alguien que denuncie haber sido golpeado por la policía en la Casa de Gobierno, o de amenazas de muerte tan directas contra jueces, o de respaldo a esas amenazas por parte de un gobernador, o de patadas en la cabeza a un camarógrafo. Sin embargo, nada de esto motivó el repudio de las máximas autoridades del país. Cristina Fernández habló varias veces desde que sucedió la elección tucumana. Solo pidió que la oposición reconociera la derrota. Aníbal Fernández hizo lo mismo en el mismo sentido. Daniel Scioli quiso imitar al Topo Gigio. "Eh, Macri, te quiero escuchar cómo reconocés la derrota".

Ayer, sostuvo que Macri debe reconocer la derrota en Tucuman porque eso "es parte de la convivencia democrática". ¿Y los golpes? ¿La represión? ¿Las patoteadas? ¿Las amenazas de muerte? ¿Que parte de la convivencia democrática es, según el favorito?

Lo que ocurrió en Tucumán -y, sobre todo- la tolerancia social a esos hechos es el último punto de una recta con pendiente negativa que se inició hace mucho tiempo. Un día, se toleró -o se premió- que Luis DElía se metiera en una manifestación ajena y resolviera sus diferencias a los trompazos. Otro día, se aceptó que Guillermo Moreno enviara barras bravas para romper a sillazos la presentación de un libro sobre el Indec. Luego, se sucedieron las escupidas a fotos de periodistas, los asesinatos de los Qom en Formosa, los palazos y golpes de la Gendarmería en la Panamericana, la connivencia habitual de la estructura política del país con las barras bravas, las muertes nunca esclarecidas durante las huelgas policiales de diciembre de 2013, que en Tucumán, tal vez por razones que ahora se pueden entender, se produjeron en un número superior al de cualquier otra provincia. La anestesia gradual que fueron produciendo estos hechos se manifiesta ahora, en el caso tucumano, en todo su esplendor.

En todos estos años, el kirchnerismo sostuvo que estaba dando una batalla cultural. Es posible que haya triunfado, pero en el peor sentido del término. En el año 2003, cuando asumió Néstor Kirchner, existía un consenso social que hubiera hecho imposible que un jefe de policía sobreviviera a la represión que se produjo en Tucumán, o que se amenazara de muerte a un juez de manera pública, o que el gobernador respaldara esas amenazas, o que patearan la cabeza de un camarógrafo. La clase política gobernante logró que eso sea perdonado por los intelectuales, periodistas, artistas, militantes que los rodean: si es de los nuestros, pueden hacer cualquier cosa. No hay que hacer el juego al enemigo, les enseñaron a pensar. Ahora ni siquiera es eso: es un acto reflejo


Alperovich, el caudillo al que defienden en este caso, es un clásico exponente conservador. José Alperovich y Beatriz Rojkés son dos multimillonarios. Los emprendimientos comerciales de la familia Alperovich incluyen varias concesionarias de autos, otra de camiones, una de maquinaria agrícola, un hotel en el centro de la capital tucumana y una empresa constructora con proyectos exclusivos como el complejo Terrazas Village.

En 2009, José Alperovich admitióser un productor sojero, con campos en Tucumán, Santiago del Estero y Salta. Quien descrea de esta enumeración podrá ver en internet las curiosas imágenes del viaje que realizaron por Abu Dhabi en las vacaciones de invierno del 2013. Se los ve, felices, montados ambos sobre un camello en medio del desierto. En una grabación, la senadora presume de hospedarse en un hotel, el Emirates Palace, cuyo costo diario ascendía a los u$s 20 mil.

En marzo de este año, la senadora recorrió algunos lugares de su provincia que habían sido inundados. Un poblador le cuestionó la falta de ayuda, ella le gritó, él le respondió: "Bueno lo que pasa es que usted tiene una mansión". La frase de la senadora para responderle fue muy elocuente:

-Yo tengo diez mansiones, pero estoy acá, vago de mierda.

Mirar ese documento ayuda a entender la esencia de la diferencia de clases en algunas provincias del Norte del país.

En el 2003, Alperovich no hubiera podido apelar a los métodos de los que hoy se enorgullece.

Ahora sí.

El no cambió. Sigue siendo el mismo. Fue Cristina quien logró que muchos jóvenes idealistas lo sientan como alguien del palo, tal vez como un revolucionario de la patria grande, para utilizar la curiosa descripción que Evo Morales hizo de Daniel Scioli.

Quizás ese sea el verdadero triunfo en la tan meneada batalla cultural: que quienes ponían límites a la prepotencia y a la corrupción, ahora las consientan.

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