

En una dura columna de opinión, el diario norteamericano The New York Times afirma que Argentina va camino a convertirse en Venezuela. Dice que el país es un “caso perverso que aún está drogado por ese brebaje político-quijotesco llamado peronismo.
A continuación, el artículo completo en castellano del periodista Roger Cohen:
Hay un dicho que circula tras el boom de los commodities de América del Sur y es que Brasil está en proceso de convertirse en Argentina, Argentina está en proceso de convertirse en Venezuela y Venezuela está en proceso de convertirse en Zimbabwe. Esto es un poco injusto para Brasil y Venezuela.
Argentina, sin embargo, es en sí mismo un caso perverso. Se trata de una Nación todavía drogada por esa mezcla político-quijotesca llamada peronismo; involucrada en una guerra de datos económicos poco fiables; que juguetea con un tipo de cambio desdoblado; que está excluida de los mercados de capitales globales; que pisotea los derechos de propiedad cuando lo desea; que está obsesionada con una pequeña guerra perdida en las Malvinas hace más de tres décadas; y que está convencida de que la causa de todo este fracaso recae en los poderes especulativos que buscan forzar a una nación orgullosa - en palabras de su líder - a “volver a comer sopa de nuevo, pero esta vez con un tenedor”.
Hace un siglo, Argentina era más rica que Suecia, Francia, Austria e Italia. Era mucho más rica que Japón. Despreciaba al pobre Brasil. Vasta y vacía, con el suelo más rico del mundo en la Pampa, Argentina le pareció a los inmigrantes europeos que llegaron al país que tenía todo el potencial de los Estados Unidos (el ingreso per cápita ahora es un tercio, o menos, del de Estados Unidos). Ellos no sabían que un coronel llamado Juan Domingo Perón y su esposa Eva (‘Evita‘) darían forma al “ethos” de un poder delirante.
“Argentina es un caso único de un país que ha completado la transición hacia el subdesarrollo”, dijo Javier Corrales, politólogo de la Universidad de Amherst.
En términos psicológicos –y Buenos Aires está llena de gente derramando su angustia en sillones de psicoterapeutas–, Argentina es el niño entre las naciones que nunca crecieron. La responsabilidad no era lo suyo. ¿Por qué debería serlo? Había tanto para ser saqueado – como riquezas en granos y ganado– que las instituciones sólidas y el imperio de la ley, por no hablar de un sistema de impuestos que funcione, parecía una pérdida de tiempo.
Los inmigrantes acamparon en Argentina con pasaportes extranjeros en lugar de ir a las naciones en formación como Brasil o Estados Unidos. Argentina estaba muy lejos en la parte inferior del mundo, atrayendo con una masa de tierra fértil suficientemente distante de los centros de poder como para poder vivir las fantasías periféricas o ahogar su pena en la que es, probablemente, la danza más triste (y más provocativa) del mundo.
Luego, expresar su singularidad, Argentina inventó su propia filosofía política: una extraña mezcolanza de nacionalismo, romanticismo, fascismo, socialismo, atraso, progresividad, militarismo, erotismo, fantasía, musicalidad, desconsuelo, irresponsabilidad y represión. El nombre que se lo dio a todo esto fue: peronismo. Y resultó imposible hacerlo cambiar.
Perón, un militar que descubrió el beneficio político de crear vínculos con los desposeídos de América Latina y la distribución de los ingresos (una lección absorbida por Hugo Chávez), fue depuesto en el primero de los cuatro golpes de la posguerra.
La Argentina que cubrí en la década de 1980 estaba emergiendo del trauma del régimen militar. Si tengo una sola imagen emblemática del continente en ese entonces, es la de los llantos desconsolados de las mujeres argentinas tomando fotografías de sus hijos, que habían sido llevados para un “breve interrogatorio” aunque terminaron desaparecidos. Las Juntas militares de la región convirtieron “desaparecer” en un verbo transitivo. Es lo que hicieron con los que se consideraban enemigos: 30.000 de ellos en Argentina.
Desde 1983, Argentina ha cesado su latigazo cívico-militar, juzgado a algunos de los autores de los crímenes contra los derechos humanos y ha gobernado democráticamente. Pero en la mayor parte de ese tiempo ha sido dirigida por peronistas, más recientemente Néstor Kirchner y su viuda, Cristina Fernández de Kirchner (similar situación a la de Perón, con su viuda Isabel), que han vuelto a descubrir la redistribución después de un aluvión peronista neoliberal en la década de 1990.
El latigazo económico está vivo y bien, al igual que el gasto imprudente de los buenos tiempos y las medidas fuera de la ley de los malos. También gozan de buena salud las evocaciones empalagosas de Perón y Evita e Isabel: en la tierra como en los cielos.
Lloren por mí, mi nombre es Argentina y soy demasiado rica para mi propio bien.
Hace veinticinco años me fui de un país con hiperinflación (5.000% en 1989), fuga de capitales, inestabilidad monetaria, intervencionismo estatal de mano dura, disminución de las reservas, industria no competitiva, fuerte dependencia de las exportaciones de productos básicos, despertando fantasías peronistas y el complejo de sentirse el último orejón del tarro. Hoy la inflación es alta y no híper. Fuera de eso, no ha cambiado mucho.
Cuando llegué a Ushuaia, en el extremo sur de Argentina, lo primero que vi fue un cartel diciendo que las islas “Malvinas” estaban bajo la ocupación ilegal por parte del Reino Unido desde 1833. Lo segundo, una señal diciendo Irlanda se encuentra a 13.199 kilómetros de distancia (sin mención de Gran Bretaña). El tercero, un paquete de galletas “hecho en Ushuaia, el fin del mundo”. El cuarto, una calculadora de bolsillo utilizada por un comerciante para averiguar el cambio entre el dólar y el peso.
La esperanza es difícil de desterrar del corazón del hombre, pero se debe decir que Argentina hace todo lo posible para hacerlo.


