

El tipo de cambio vuelve a despertarse con fuerza, poniendo en relieve la recurrente falta de dólares pero también los problemas asociados a la gestión del exceso de pesos en circulación. A pesar de la contracción monetaria realizada por el Banco Central en los últimos meses, hay una enorme masa de saldos líquidos acorralados, especialmente en cabeza de empresas, que tiene un comportamiento muy inestable.
Esta volatilidad torna el éxito de la transición económica hacia la próxima gestión particularmente frágil: depende de intereses políticos que podrían jugar a favor si prima la racionalidad, pero muy en contra si cobran fuerza las posturas más extremas hacia ambos lados de la grieta. Esta vez, sin embargo, hay motivos para pensar que se puede construir ciertos acuerdos básicos.
La economía de 2023 es una incógnita; una moneda en el aire. A los desafíos macro que imponen el acuerdo con el FMI y las fallas congénitas en la administración de recursos, se suma el calendario electoral, que agrega la cuota de incertidumbre final al combo de problemas.
El clima de tensión inminente contrasta con la recuperación de ciertos indicadores clave: el resultado fiscal viene mejorando desde julio en forma sostenida, el tipo de cambio oficial es competitivo en términos históricos y hay superávit comercial, quizás no suficiente para las apetencias del FMI, pero superávit al fin. El nivel de emisión es controlado y, mal que mal, el Tesoro financió sus necesidades en 2022. El consolidado Banco Central-Tesoro habrá cerrado un año muy difícil a pasos de cumplir las metas con el FMI.
¿Por qué entonces la brecha no baja de 100%? Al margen de la cuestión impositiva que pone un piso a la cotización de los dólares paralelos, el precio del dólar libre lleva implícito el costo de la incertidumbre, es decir la prima que pagan quienes ven que hay desequilibrios no resueltos y que ante la duda elige cubrirse. Estos desequilibrios pueden ser de dos tipos, a nuestro modo de ver: el de los dólares y el de los pesos, que en definitiva son las dos caras de una misma moneda.
El primero, en un contexto de imposibilidad de tomar crédito externo, se resume en la suma de los dólares comerciales necesarios para cubrir los vencimientos de intereses, pagos al FMI, y acumulación de reservas comprometidas con el organismo. Merced a las dos ediciones de dólar soja y las fuertes regulaciones a las importaciones (que también ejercen presión sobre los paralelos) la meta está muy cerca de cumplirse. Favorecidos por los términos de intercambio que compensaron la caída en las cantidades exportadas, el año que viene la sequía pareciera jugar en contra y los precios, si bien altos, no serían récord como los de este año. En un contexto de inflación en torno al 100% y en un año electoral, devaluar más rápido o de un saque para mejorar el balance externo es peligroso. Para peor, empujar el crecimiento via aumentos salariales suele impulsar las importaciones y deteriora el equilibrio externo.
A este problema, se le suma el balance de pesos que amenaza la estabilidad nominal (inflación, tipo de cambio y salarios) y a la brecha cambiaria. Desde la corrida sobre la deuda en pesos del Tesoro en julio pasado, la brecha medida con el CCL pasó de 130% respecto del oficial a promediar el 100%. En particular, comenzó a ser cada vez más difícil renovar los vencimientos y financiar al Tesoro sin emisión monetaria o sin recurrir a la participación del sector público. Lejos quedó el boom de los títulos públicos de principio de año; ahora es casi imposible colocar deuda más allá de agosto de 2023, mes en que las PASO marcarán un antes y un después. Por lo tanto, a medida que nos acercamos a esa fecha, más difícil resultará renovar los vencimientos. Para dar una idea, el año que viene vencen $11 billones, el equivalente a 11% del PIB.
Otro problema, siempre en el universo de los pesos, es un elemento que cobró fuerza durante la corrida de junio y julio de este año, que es el de las cuentas corrientes remuneradas. Típicamente asociadas a los fondos t-0 o de liquidez inmediata, que usan personas y empresas para sacar rédito a la liquidez que no es transaccional. Eligen este instrumento cuando no pueden tener los saldos inmovilizados ni comprar dólares por restricciones normativas. Estos fondos están compuestos básicamente por Pases del Banco Central, cuentas corrientes remuneradas y plazos fijos, prácticamente libre de riesgo público. La masa de estos recursos pasó a representar 1,5% del PIB en noviembre y aunque el Banco Central ha sido altamente contractivo en su política monetaria en los últimos meses, no ha podido controlar el crecimiento de este componente monetario.
El problema con la creación de estos saldos de alta liquidez, es que no son licuables, porque en la medida en que el Banco Central devalúa, estos fondos crecen a la velocidad de la tasa de interés. A la vez, ante un sobresalto cambiario, un clima de tensión electoral y/o dudas sobre la capacidad de pago del Tesoro, pueden ir a la compra de dólares paralelos, presionando la brecha y, por ende, la espiralización nominal. Normalmente son los problemas vinculados a la dinámica de dólares los que llaman la atención, la punta del Iceberg; pero debajo de la superficie se está acumulando esta amenaza gravísima sobre la estabilidad de la economía.
Si antes las corridas cambiarias estaban asociadas a corridas bancarias, como en 2019, en esta oportunidad sólo es necesario que caiga la demanda de pesos y estos fondos se vayan al dólar, dejando inalterado el nivel de depósitos del sector privado. Si bien este cuadro de situación presenta riesgos elevados, hay algunas cosas para hacer.
Los riesgos asociados al pago de la deuda en pesos podrían disminuir si se aleja el fantasma que utiliza la oposición sobre la necesidad de reperfilar los vencimientos. Afirmar el compromiso de pago es una herramienta fundamental para estabilizar la demanda de pesos y facilitar la refinanciación de vencimientos del Tesoro. A la vez, mejorar el resultado primario por encima de la meta del FMI reduce la necesidad de financiamiento en el mercado de deuda y esto también alivia la presión sobre los pesos. Es por ello que la prudencia fiscal y las reservas internacionales son la moneda de negociación del ministro de Economía con la oposición.
Sergio Massa tiene una amenaza creíble para poner sobre la mesa. Veamos. La exigencia fiscal del acuerdo con el FMI es particularmente relajada en los primeros meses del año y, a la vez, es muy estricta en la última parte. Además, los desembolsos del FMI asociados al cumplimiento de la meta fiscal sobre fines de 2023 llegarían recién en 2024, de manera que el oficialismo tendría pocos incentivos para ser cauto con el gasto público, más en un contexto eleccionario. Lo propio ocurre con las reservas internacionales. El oficialismo va a tener incentivos para atrasar el tipo de cambio y comprometer la meta con el FMI, dado que la sanción llegaría en el siguiente mandato. Sin embargo, el fantasma del reperfilamiento de la deuda en pesos que puede agitar la oposición lo complica. Puede adelantar las tensiones, en una dinámica similar a la que se generó cuando Alberto Fernández se perfiló como el próximo presidente en las PASO 2019.
Este juego de intereses podría, por primera vez en mucho tiempo, jugar a favor de la economía, o al menos existen motivos racionales para pensarlo ya que ambos lados de la grieta pueden encarar la negociación con algo para poner sobre la mesa: el oficialismo, las metas con el Fondo, especialmente en el segundo semestre. La oposición, su postura respecto al reperfilamiento.
Habrá que ver si la política está a la altura de las circunstancias, lo cual no es sencillo en un contexto donde tanto el oficialismo como la oposición están atomizados y las fracciones minoritarias o más alejadas del poder tienen alicientes para que todo fracase y a la vez instrumentos efectivos para generar presión, especialmente en la oposición. Es tiempo de alejar las posiciones extremas de un lado y del otro; logrando de una vez por todas una causa común: la estabilidad nominal.



