

Hace pocos días, los controladores aéreos llevaron adelante una serie de medidas de fuerza que paralizaron parcialmente la navegación aérea en el país. Los números hablan por sí solos. En la primera jornada del paro, se cancelaron más de 70 vuelos en todo el país, de los cuales 50 correspondieron a Aerolíneas Argentinas, afectando a más de 10.500 pasajeros. El domingo 24 de agosto, segunda jornada de la protesta, la situación se agravó: más de 42 vuelos fueron cancelados y alrededor de 122 debieron ser reprogramados, afectando a más de 12.000 pasajeros.
El caos generado por la medida lo dice todo. Familias enteras durmieron en los aeropuertos, viajeros internacionales perdieron conexiones en el exterior y cientos de turistas quedaron varados en el inicio o final de sus vacaciones. En total, más de 20.000 personas se vieron afectadas durante el primer fin de semana de la protesta y aún faltaban varios días más, pues el paro habría de continuar el martes 26, antes de lograrse un acuerdo el miércoles siguiente.

Como no recordar un episodio similar que sucedió en los Estados Unidos hace más de 40 años. Como relata una nota del New York Times del 5 de agosto de 1981: más de 11.000 controladores nucleados en la Professional Air Traffic Controllers Organization (PATCO) declararon una huelga nacional en reclamo de mejores salarios y menos horas de trabajo. La medida fue ilegal desde el inicio: la legislación federal prohibía a los empleados públicos tomar medidas de fuerza y autorizaba al presidente a actuar en consecuencia.
Amparado en este marco normativo, el presidente Ronald Reagan declaró la huelga ilegal apenas iniciada, dio 48 horas para retomar las tareas y, al no cumplirse la orden, despidió a más de 11.000 controladores y les prohibió de por vida volver a trabajar en el servicio de control aéreo. La Federal Aviation Administration reorganizó el sistema con supervisores, personal militar y aceleró la capacitación de nuevos empleados.
El impacto fue inmediato. Según datos de la U.S. Bureau of Labor Statistics, en 1980 se habían registrado 187 huelgas mayores en Estados Unidos; en 1981, aún con el caso PATCO, fueron 145. Pero tras la decisión de Reagan, el número cayó drásticamente: 96 en 1982, 81 en 1983 y apenas 54 en 1984, la cifra más baja desde que se llevaban registros. En la práctica, el episodio marcó el comienzo del declive del poder sindical en Estados Unidos.
Las diferencias son obvias. En la Argentina, el derecho de huelga está protegido por la Constitución (art. 14 bis), incluso en los servicios esenciales, aunque condicionado a que se garantice un nivel mínimo de prestación. La normativa vigente obliga a garantizar al menos el 45% de los despegues programados por hora. Pero, como evidencia el reciente conflicto, más allá que se cumpla o no ese mínimo, el inmenso daño que se genera a miles de usuarios parece no ser tomado en cuenta.
No se propone, por supuesto, no respetar las leyes, pero de tener el gobierno la posibilidad legal de emular la dureza de Reagan, sin dudas, la Argentina sería un país distinto.
Hoy, en la práctica, el Estado tan sólo puede limitarse a aplicar multas o descuentos salariales, mientras miles de pasajeros quedan como rehenes del conflicto.
A esta fragilidad normativa se suma otro dato relevante: el gobierno del presidente Javier Milei intentó en dos ocasiones ampliar por decreto la lista de servicios esenciales, incluyendo, entre otros, la educación. En ambos casos, la Justicia declaró la inconstitucionalidad de la medida, recordando que solo el Congreso tiene la potestad de definir qué servicios son esenciales. Esta limitación expone la necesidad de un debate legislativo profundo: sin un marco legal, cada intento del Poder Ejecutivo queda atado a la judicialización, y los derechos de millones de argentinos continúan en el limbo.
La decisión de Ronald Reagan se convirtió en un hito que redujo en EE. UU. drásticamente la conflictividad laboral durante más de una década. En la Argentina, en cambio, la noción de servicio esencial se aplica con tanta liviandad que deja a la ciudadanía a merced de los paros.
La pregunta es simple: ¿puede un servicio llamarse esencial si se paraliza cada vez que un conflicto gremial lo afecta? Si la respuesta es negativa, la urgencia de un debate legislativo serio resulta evidente.


