ANÁLISIS

El Gobierno ante su hora más temida

Sacudido en sus estructuras más profundas por las cifras de inflación en el primer trimestre del año, el gobierno nacional ha comenzado a transitar lo que puede a llegar a ser su peor etapa de gestión.

Una etapa en la que a sus dificultades para controlar la economía se suman, de un modo ya irreversible, una cadena de reveses y dificultades políticas que parece haber obturada toda capacidad de reacción. La virtual inexistencia de una oposición con capacidad efectiva de alternativa apenas atenúa los riesgos de su posición.

Bajo estas condiciones, el cambio de rumbo aparece como una alternativa inexorable. Tanto en lo económico como en lo político, todas las recetas y compromisos de campaña han caducado. Los apoyos sociales al Gobierno y a todas y cada una de sus políticas iniciales se han derrumbado. Perforaron todos los pisos de anteriores gobiernos y todo conduce a replanteamientos de fondo, tanto en la forma y el fondo como en el sentido profundo de la acción de gobierno.

En este sentido, es posible que el Gobierno este enfrentando uno de los peores escenarios imaginados: el momento en que agotados todos los recursos materiales y simbólicos de los que se dispone, la combinación de los factores en conflicto este adoptando la forma de una tormenta perfecta. Un instante el que todo se conjuga en contra. En el que todo pasa a depender exclusivamente de la pericia del piloto para penetrar en la tormenta desde un ángulo casi imposible, que le permita mantener a un mismo tiempo la velocidad de la marcha y las condiciones de un equilibrio sustentable casi milagroso, sin más ayuda que la suerte y el azar.

La agónica aprobación parlamentaria del acuerdo de facilidades extendidas con el FMI consumió, en efecto, el escaso capital político de que se disponía. El inesperado auxilio de la oposición está lejos de significar algo más que un gesto común de desesperación do de todos frente a la posible catástrofe de un default de la deuda externa. El episodio hasta preanuncia dificultades aún mayores. Por lo pronto, nuevos costos esta vez muy difíciles de afrontar en solitario. Por el lado de los aliados, los ajustes de cuenta fragmentaron la endeble estructura de una coalición pensada más para triunfar ante un opositor casi inventado a los efectos de la polarización electoral que para poner en marcha transformaciones profundas hacia el futuro.

Los números de marzo y sobre todo las tendencias sociales y económicas que sugieren plantean hacia el medio y largo plazo, dificultades aún más serias. A la aceleración de la inflación habrá que sumar una virtual parálisis en la administración. que se proyectara sin duda al Parlamento y al gobierno del poder judicial. No es que falten ideas ni planes de futuro -allí están por ejemplo el plan de desarrollo industrial del Ministerio de Industria, las iniciativas en marcha desde el Consejo Económico-Social o la pujante recuperación de las economías provinciales. Lo que parecería faltar es más bien compromisos efectivos para gobernar y una actitud franca de apertura a la incorporación de elencos capaces de suplir el vacío que deja la defección de los socios originarios del Frente gubernamental.

Lo que hoy paraliza al Gobierno no es tanto la lucha de intereses o de espacios de poder. Tampoco el torneo inevitable de egos o visiones singulares. Se trata, más bien de visiones completas del país. Concepciones acerca de lo que debe ser la política en una sociedad democrática y, en consecuencia, de diferencias que no aceptan mediaciones oficiosas ni acuerdos de coyuntura.

Para una buena parte de quienes hoy se apresuran a cortar laxos con un gobierno al que juzgan en retirada, lo que está en juego es la supervivencia. La lucha por el poder parece haber perdido todo sentido, en la medida en que el gobierno ha sido vaciado de poder. Lo ha perdido a manos de "poderes" múltiples y variados, cuyas imágenes tienden a multiplicarse detrás de las presiones corporativas, las conspiraciones del mercado y los pronósticos cada vez mas agoreros de los economistas y gurúes de la política mediática.

Lo cierto es que el país ha quedado empatado, tal como lo demuestra el caso dramático del Consejo de la Magistratura. Nada permite prever un desbloqueo en la parálisis que parece haber afectado a la mayor parte de las instituciones gubernativas.

Por su parte, quienes perseveran en el poder parecen dispuestos a seguir gobernando "con quienes adhieran a sus ideas", tal como asevero el ministro de Economía en su reciente presentación ante el Congreso.

Razones no les faltan, por supuesto. Una ojeada sucinta al panorama comparado, revela que es este un rasgo común a casi todos los gobiernos de coalición en el mundo. Los presidentes que gobiernan lo hacen venciendo obstáculos permanentes, planteados tanto desde la resistencia externa de la sociedad y de opiniones naturalmente discrepantes social como de las divisiones y contradicciones en sus propias coaliciones de base.

Es necesario advertir que los gobiernos han dejado hace tiempo de representar realidades monocordes. De lo que se trata no es eliminar las heterogeneidades sino más bien, por el contrario, de asumirlas, procesarlas y resolverlas. El dato central de las democracias actuales es su complejidad. El instrumento para resolver sus rompecabezas no es la simplificación y la eliminación de la complejidad sino más bien la adopción de actitudes e instrumentos que permitan actuar y resolver. Forzado por las circunstancias, el Gobierno está obligado a hacer de la necesidad virtud. Debe renunciar, ante todo, a la idea utópica de una estabilización sin reformas de fondo que la sociedad exige como impostergables. Es una idea que fracaso desde el momento mismo en que se propuso.

Cuenta para esta tarea con la memoria colectiva derivada de una larga serie de frustraciones y la convicción creciente de cuales son las causas de la crisis. De allí, por ejemplo, el grado de apoyo alcanzado por el acuerdo con el Fondo. Bien puede estar aquí el punto de apoyo sobre el que apoyar la palanca que fuerce una política de realidades, fundada en las necesidades y en las oportunidades que brinda la crisis, sin la cara de las hipotecas ideológicas ni los compromisos en que se sustenta el actual estado de cosas.

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