El arcano de la inflación argentina

La inflación argentina lleva cinco lustros agravándose, y las políticas destinadas a conjurarla, lejos de eso, fracasaron o apenas la postergaron en el tiempo. La inflación resistió controles de precios o mercados desregulados, tasas de interés bajas o tasas altas, salarios en dólares altos o bajos, tipo de cambio bajo o alto. Descartemos que sea un problema psicológico colectivo o la obra de un genio maligno, ¿por qué es indomable la carrera de los precios de nuestra economía?

¿Cuáles son las causas profundas de la inflación? Ya que muy diferentes políticas económicas no han logrado resolverla, la explicación sólo puede ser estructural y, por lo tanto, resultado de una historia y una combinación de factores. De nada sirve decir que es un fenómeno multicausal si no se modela y explica cómo funcionan e interactúan entre sí los diferentes factores, que deben ser explicitados y tenidos en cuenta al momento de diseñar una política antiinflacionaria eficaz.

Los orígenes de la actual fase de inflación argentina se remontan a la devaluación de 2002, que provocó una redefinición compulsiva de contratos y la alteración brusca de costos y precios relativos. Por un tiempo, la recesión y el congelamiento de tarifas de servicios públicos sirvieron de freno a los precios, y más tarde (2003-2007), la capacidad ociosa de la industria y los superávit fiscal y comercial de los años de Kirchner-Lavagna funcionaron como anclas.

El crecimiento y los superávit gemelos fueron la gran oportunidad para contener el gasto público, bajar impuestos, y convocar al esfuerzo inversor que Argentina necesitaba y al que el contexto internacional invitaba, por el inmejorable nivel de precios de nuestros productos y el bajo costo y alta disponibilidad del crédito. Pero el kirchnerismo apuntó en el sentido exactamente inverso. 

En un anacrónico revival de la política de Gelbard (1973-74), apostó por acelerar el gasto y para ello multiplicó e incrementó los impuestos, reestatizó empresas y fondos jubilatorios, fomentó el consumo y se desentendió de las condiciones para la inversión, al son de una también anacrónica retórica de nacionalismo tercermundista y anticapitalista que nos convirtió en el país con menos inversión extranjera de la región. En lugar de atacar la raíz de la inflación estructural argentina, la alimentó.

El factor profundo que explica la inflación argentina es la caída progresiva de la productividad global de la economía nacional. Esto no significa que la mala política monetaria o los descalabros fiscales sean neutros ni mucho menos. Tampoco implica, por supuesto, que no haya sectores altamente productivos y muy competitivos que generan mucha riqueza. Significa que considerada en su conjunto, la economía argentina es cada vez menos productiva y competitiva con el resto del mundo. Todos los factores concurrentes o que retroalimentan la inflación argentina tienen como eje este problema básico.

Una economía que no invierte es una economía que produce cada vez menos o más precisamente, cada vez menos productiva. Del mismo modo que los tipos de cambio tienden a reflejar la productividad relativa de las economías de los países, el valor de la moneda tiende a ser proporcional a la productividad de la economía.

Si una economía produce menos que otras, pero pretende (por algún tiempo) un tren de consumo similar, entonces o bien se endeuda, o licua sus stocks de reserva, o redistribuye compulsivamente el ingreso, vía impuestos o vía emisión de moneda. En Argentina hicimos alternativa o simultáneamente todo esto mientras pretendimos "combatir" la inflación con restricciones monetarias o controles de precios... sin abordar su causa estructural. Y llevamos cinco décadas sin crecer, o para ser más precisos y explicar la causa por la que no crecemos: sin mejorar nuestra productividad global.

El Estado argentino gasta mucho, subsidia el consumo, incurre en déficit a pesar de subir impuestos, y consecuentemente se endeuda y emite moneda, por una decisión política cínica de amparar que el gasto social sea mayor que el producto social, y patear los problemas para adelante. Tal es la forma del populismo argentino, que no se limita al peronismo, como quisiera el discurso gorila. El populismo parece haber sido una condición de gobernabilidad muy a la mano para todos los gobiernos. 

No se trata tan solo de que el Estado gaste más de lo que recauda (lo que redunda en déficit y endeudamiento público o emisión). Se trata fundamentalmente de que la sociedad consume más de lo que produce; el déficit fiscal es un epifenómeno contable de este problema más general y de índole política. Por eso, más que la obvia irresponsabilidad administrativa de los gobiernos que conviven con el déficit o lo agravan, la irresponsabilidad mayor es el escaso o nulo compromiso de la dirigencia argentina con su deber de cuidar la actividad económica y el empleo, promover su crecimiento y modernización, y sobre todo crear las condiciones para elevar su productividad por la única vía eficaz de generar riqueza, la inversión.

Dicho en otros términos: una política antiinflacionaria en Argentina no puede tener otra base que impulsar la inversión masiva. Tanto por razones de teoría económica cuanto por limitantes prácticas de la realidad política nacional, no se puede combatir la inflación ni sostener la gobernabilidad sin hacer crecer la economía, de la mano de la inversión y el empleo.

No se puede decretar un aumento de la productividad como se pueden adulterar las estadísticas públicas, elevar las tasas de interés, endeudar al fisco, ajustar el gasto del Estado o subejecutar su presupuesto. Pero no hay atajos para resolver la tensión inflacionaria básica de la economía argentina si no se resuelven las trabas que retrancan hace medio siglo el camino que va de la acumulación a la inversión. 

Hay que terminar con el sesgo anti capital, como también con las utopías sinarquistas, sin compromiso con la realidad cotidiana de las empresas y trabajadores argentinos y sus problemas. Hay que abandonar el sesgo fiscalista de las políticas económica (ya sea populistas o pro-mercado, de expansión fiscal o ajuste) y construir una alternativa de corte netamente desarrollista, esto es, enfocada en la prioridad central de la inversión masiva, como vector de productividad y crecimiento sistémico.

Las ganancias netas de productividad son el resultado de procesos de largo aliento -de las que hay muchos ejemplos en la historia económica del mundo-, a partir de una alianza explícita entre el Estado y el sector privado, sobre la base de reglas de juego claras y estables, confianza mutua y un horizonte de expectativas claro y compartido. 

Todo esto complementado con una política fiscal responsable, un Estado ágil y eficiente que brinde bienes públicos de calidad, mejoras de infraestructura y servicios por la vía de la inversión pública y privada, más herramientas de crédito público y privado a menor costo, desarrollo del mercado de capitales, normas crediticias que privilegien el flujo de proyectos por sobre el status patrimonial, y una legislación laboral que permita la movilidad del factor trabajo sin que cada nuevo empleado sea un lastre y un riesgo de litigio capaz de hundir a cualquier empresa.

El debate público argentino le debe a la sociedad elevarse por encima tanto del cinismo progresista, con su perversa retórica anticapital y su asistencialismo sistémico, cuanto de los reduccionismos del liberalismo ramplón que cifra en el déficit y la moneda la causa excluyente de todos los males, y cree que todo se resuelve con el ajuste de las cuentas fiscales. 

Necesitamos una política económica que apueste a cuidar la actividad, que brinde previsibilidad, razonabilidad y oportunidades al capital -que abunda en Argentina y en el mundo-, para que se aplique al desarrollo de proyectos de inversión que modernicen todas las actividades, a lo largo y a lo ancho del país, generen puestos de trabajo y resuelvan la inflación en sus causas: la insuficiente productividad de la economía, lo que antes llamábamos subdesarrollo.

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