ANÁLISIS

Por qué no habrá un plan antiinflacionario en 2022

Diciembre y enero prometen ser meses de alta inflación. Nada nuevo. Para adelante, siguiendo las expectativas privadas medidas por el Banco Central a través del REM, se consolidan tendencias peligrosas, con aumentos de 50% en el año. El consenso es que existen muchas dificultades para revertir la dinámica inflacionaria en estos dos últimos años de la gestión Fernández.

Hay razones económicas concretas que limitan la posibilidad de perforar el piso inflacionario, es verdad. Pero tampoco se vislumbra en el Gobierno suficiente vocación política para hacerlo de forma consistente. Y ahora, además, se suma el FMI, preocupado a priori por otras cuestiones, no tanto por la nominalidad de la economía.

Por un lado, la presión sobre los precios del financiamiento monetario del déficit fiscal sigue estando presente. En 2021, un 75% del desequilibrio fue cubierto a través de emisión, lo que deja un piso alto para la inflación futura dada una demanda de pesos siempre volátil e incierta con tasas reales de interés negativas.

Por otra parte, la falta de credibilidad de las proyecciones oficiales de inflación (históricas, por cierto) realimenta las expectativas privadas de manera negativa. Si bien subestimar la inflación facilita el manejo del presupuesto para el Ejecutivo, afecta, entre otras cuestiones, a la dinámica de las negociaciones salariales. En 2021, todas comenzaron en línea con la hipótesis oficial del 29% pero con el correr de los meses fueron corrigiendo y terminaron el año por encima del 50%. No es trivial, en un contexto de alta inflación, cómo el Gobierno señaliza sus pronósticos de precios. Más allá de la discusión política por el presupuesto rechazado, el 33% puede hacer que este año se repita un proceso similar, pero con una nominalidad inicial superior que profundice la inercia.

Además, en 2022 ya no estarán disponibles -del todo, al menos- los dos anclas que el año pasado el gobierno pretendió, con escaso éxito, utilizar para moderar la inflación. El tipo de cambio ya no podrá resistir tanta apreciación (de nuevo, el Fondo mira y pide) y fue anunciado un retoque moderado en las tarifas públicas para comprimir el peso de los subsidios en el gasto primario (nada menos que 2,7% del PIB). Puesto a elegir, el FMI siempre priorizará el rol de la politica fiscal para facilitar la acumulación de reservas internacionales antes que el impacto de esas políticas sobre los precios.

Es interesante destacar la escasa efectividad que en los últimos meses muestra la apreciación cambiaria sobre la inflación, en particular sobre la núcleo y, más específicamente, sobre los bienes financiados a través del programa Ahora 12. En un informe reciente de Analytica destacamos dos etapas. Entre noviembre de 2020 y agosto de 2021 se dio la fase exitosa de la apreciación, cuando los precios del Ahora 12 crecían al ritmo del tipo de cambio real, pero menos que la inflación núcleo. Desde septiembre, la efectividad de la apreciación disminuyó y los precios de los bienes del Ahora 12 crecieron debido a las restricciones en las importaciones (que afectaron a productos durables livianos incluidos en el programa) y a la mejora en la actividad económica.

Tradicionalmente la apreciación del tipo de cambio contiene los precios de los bienes con componentes importados o sujetos a la competencia externa. Con una condición: que dicha política sea creíble y sostenible. El acuerdo con el FMI afecta esa credibilidad, paradójicamente, porque el organismo reclamará una menor apreciación para reducir la brecha y acumular reservas. Este relativo cambio de política cambiaria ya se empezó a observar en diciembre, cuando la depreciación fue de 1,4% versus el 1% promedio de los 5 meses previos.

Por lo tanto, aun eliminando una devaluación de shock como opción, el cepo cambiario y las restricciones a las importaciones vuelven en este escenario menos efectivo el uso del tipo de cambio para contener la inflación.

A una velocidad crucero de 50% anual, estos límites para moderar los aumentos de los precios son obviamente relevantes. Pero al final del camino, la decisión de ir hacia algún esquema integral de desinflación es política. La puja en el Gobierno entre la visión voluntarista de los "acuerdos" sectoriales motorizados desde la Secretaría de Comercio y aquella que la considera, correctamente, como un fenómeno a atacar con herramientas fiscales, monetarias y de ingresos afecta negativamente la formación de los precios. Como ninguna posición prevalece del todo, la incertidumbre privada domina e impide encarar el problema en forma adecuada.

Pero más allá de estos muy evidentes diagnósticos contrapuestos, éste no es un gobierno que se caracterice por ser afecto a proponer grandes reformas. Parece abonar a una peculiar versión de la teoría del "muddling through" de las ciencias sociales, en donde avances graduales, lentos, a dosis homeopáticas, resultan en ciertos contextos la mejor (¿única?) opción de política. Seguir esta lógica para el tratamiento de la inflación es muy arriesgado.

Por un lado, porque no habrá condiciones para recuperar los ingresos reales, más allá de algunas mejoras puntuales sobre los trabajadores registrados. Por otro, imaginar una convivencia duradera con esta inflación y su correlato, la brecha cambiaria, es no proyectar el riesgo de ingresar en otro régimen de precios, en un nuevo escalón donde crecerán las presiones salariales, donde la duración de los contratos se acortará, donde aumentarán las demandas de gasto social y previsional. Toda negociación entre partes, en este régimen de alta inflación, se abrevia y la puja distributiva se tensiona. Un solo dato para comprender el dilema: según el INDEC, la participación de los trabajadores en el ingreso cayó 12 puntos porcentuales entre 2016 y 2021, pasando de 52% al 40%. Si la inflación se acelerara, esa participación seguirá cayendo y, peor aún, la pobreza ya no será del 40%.

Más allá de alguna mayor (necesaria) coordinación entre Economía, Comercio y el Banco Central que parece observarse en estas semanas, no hay razones para creer que en los próximos dos años se logre implementar un plan de estabilización de precios consistente.

El riesgo es que se complique la ya instalada tensión entre la necesidad de ordenar la macro, reducir la brecha cambiaria y lograr un sendero creíble hacia el equilibrio fiscal con una fuerte demanda de distribución que descomprima la brecha social. Estabilizar tiene costos. Cómo distribuirlos, a quiénes asistir en la transición, por cuánto tiempo, son preguntas complejas de responder. Son decisiones políticas duras, que es mejor tomarlas antes que después.

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