ESCENARIO

Un oficialismo sin mayorías para la mitad del mandato

La mayoría de argentinos y argentinas votó en contra de un rumbo nacional, sostenido -a partir de ahora-, sólo por un tercio de la Argentina (33.57% fue el voto agregado del Frente de Todos).

El propio presidente Alberto Fernández, como respuesta a la derrota, propuso diálogo. Resta ver cuán virtuoso sea ese diálogo que, a instancia de lo expresado por la coalición ganadora, Juntos por el Cambio, será sólo en el Congreso. Allí, nadie tiene la mayoría ya, ni el quorum. La institucionalización del diálogo en el ámbito legislativo no es mala per se, más sí tendrá la garantía de ser lenta y ofrecerá a cada rato marchas y contra marchas que la aritmética dilucidará en formato de suma cero (todo lo que gana uno, lo pierde el otro).

El Presidente, en un mensaje grabado como si recién hubiera ganado las elecciones ejecutivas, pidió patriotismo y castigó a la oposición por su pasado como gran tomador de deuda. Asumió tenuemente su error como gobernante y fue poco empático con los dos tercios de la Argentina que rechazaban el rumbo del Gobierno antes de la elección y que se convirtió en el 66,43% que votó por alguna opción opositora.

Propuso políticas de Estado y anunció un proyecto de ley económico plurianual para el desarrollo sustentable a la vez que enfatizaba la negación de un ajuste. Repitió el compromiso de honrar las promesas electorales. Nada nuevo en otro intento de recrear su alicaída autoridad. Sí es novedoso es que el peronismo, ostentoso del poder que ejerce, dueño del imaginario de la gobernabilidad y solucionador de crisis, ha dejado de serlo por un rato. El 62% de los argentinos cree que no es necesariamente el mejor partido para salir de esta crisis, según demuestra una encuesta de la Consultora Zuban-Córdoba en el mes de noviembre.

No es el crack del peronismo, pero sí un dato bisagra de su historia. La coalición Frente de Todos ha erosionado su solidez electoral siendo competida por izquierda y por el centro. Ni terminaba el domingo electoral donde ya se hablaba de "amor y alegría" (Axel Kicillof dixit), ni acababa de empezar el lunes poselectoral y se escuchaban frases como "a nosotros nos tocó perder ganando, ellos pueden haber ganado perdiendo", manifestada por Victoria Tolosa Paz. Pero las derrotas son derrotas, más allá de la picardía discursiva que compite con la osadía que Juntos por el Cambio demostró en el 2019 militando su derrota con el #soydel41% y que, a juzgar hoy, nada mal le vino.

Encima, este peronismo debe mostrar iniciativa, diálogo y resultados porque caras valoradas no tiene. Sus siete principales líderes gubernamentales padecen diferencial negativo agravado o híper agravado (dos o tres porciones de negatividad por cada porción de positividad en la opinión pública). Será todo un tema gobernar y comunicar en la fragilidad. La falta de perspectiva y desaprobación creciente del rumbo es acompañada sin un relato de mediano ni largo plazo.

Desde la recuperación de la democracia, pocos fueron los ciclos verdaderamente formadores de agenda, construccionistas de una época en las políticas esbozadas. El primer gobierno de Carlos Menem, el de Néstor Kirchner, el de CFK en el periodo 2009-2012 aproximadamente. El actual, como coalición, no lo es. Y cuando no hay confianza todo molesta. Esta falta de confianza es lo más parecido al componente señalado por Frances Torralba: "la pericia es la razón de la confianza. Nos fiamos constantemente de quienes son competentes y que hayan demostrado reiteradamente que saben lo que se traen entre manos".

Pericia, porque el quórum será negociado en ambas Cámaras y en situación de relativo empate y tensión con la oposición, la gobernabilidad está en manos de representantes de fuerzas provinciales. Porque también habrá tensiones adentro del propio oficialismo para compatibilizar las distancias ideológicas internas. Las élites en situación de derrota suelen tener poco incentivo a la mejora, descoordinación interna y desconexión con el pueblo. Será un desafío romper esa inercia. Porque la performance gubernamental fue la que generó tendencia y le dio el sentido a la campaña. Porque seguramente aflorará una especie de provincialización como fenómeno de supervivencia de los oficialismos provinciales que fueron derrotados o amenazados.

De 24 distritos, en 9 triunfó el oficialismo, siendo el más significativo el de Tucumán, el sexto distrito del país (con la particularidad que el Frente de Todos retrocedió allí 7,43% de las PASO a las generales). Juntos por el Cambio ganó en 13 provincias y federalizó su performance. Ya no es el espacio político urbano de las 5 provincias centrales. No sólo ganó en las 5 grandes (Buenos Aires, CABA, Córdoba, Santa Fe y Mendoza), sino que amplió su predominio en el centro, ganó en la mitad del NEA y otro tanto en la Patagonia. 41,97% obtuvo en el agregado nacional, ampliando el 40,28% obtenido en la elección presidencial del 2019. Esa coalición evidencia solidez y tiene candidaturas competitivas a nivel nacional y en muchas provincias. Puede crecer o negociar hacia la derecha y ampliarse más hacia el centro inclusive. ¿Tiene problemas de ego? Claro, pero en etapa de crecimiento y expectativa, no en época de descenso como el Frente de Todos. Además, el ego les hizo disputar elecciones primarias a Juntos por el Cambio en los principales distritos y el resultado fue claro: ganó.

Y dos proyectos provinciales se consolidan cada vez más, ambos en la Patagonia: especialmente JSRN en Río Negro y el MPN en Neuquén, con poco incentivos para ser plenamente cooperativos con las votaciones del oficialismo de cara a sus realidades provinciales en el 2023. El peronismo tendría fuerte competencia en 15 provincias al menos, con serias chances de perder algunas de ellas, especialmente las más grandes.

El oficialismo tiene deberes para realizar, máxime en la apuesta retórica del mensaje presidencial tras la derrota. La coalición viene divorciada de la reconstrucción prometida. Habrá que ver si será algo nuevo -o eficaz- lo que ofrecerá porque hay hartazgo de liderazgos que no proveen de visiones de futuro en sociedades asfixiadas de un presente crítico.

No debería seguir ignorando la complejidad de la comunicación política, por ejemplo, porque esta no es otra cosa que la política en el modo en que esta se deja ver. El empecinamiento presidencial de contrastar con el estilo comunicativo y marketinero de Juntos por el Cambio llevó al gobierno a otro reduccionismo peor: decisiones voluntaristas y venales que desfiguraban la autoridad presidencial a cada rato. Un problema serio de comunicación política es la imposibilidad de mantener una posición pública sostenible, se trate de una persona o una institución.

Tampoco hay que desdeñar la acontecimentalidad de lo no previsto. Lo que no era preestablecido ni estaba pensado. Esos surgimientos inéditos, alejados de la mayoría de las estrategias electorales jugaron su juego, como el escándalo por los videos de la Quinta de Olivos, la polémica por la actitud presidencial respecto a Córdoba como tierra hostil; las reacciones comunicativas en torno a la conflictividad mapuche; y la falta de control de la inflación y el dólar blue entre otros.

El oficialismo viene ofreciendo un exquisito blend de comunicación gubernamental voluntaria y etérea. Casi posmoderna porque su estilo es no tener estilo. Sin fijación. Sin persuasión. Negación y contradicción fueron componentes habituales. Un modelo descentralizado sin coordinación y con vocerías múltiples. Es delicada la ausencia de políticas instaladas antes y en la propia campaña. Nada se fija, ni se retiene. Vaya uno a saber si la expansión del gasto a último momento fue efectiva, lo que no fue efectivo fue la dinámica de agenda torpe para su comunicación.

La campaña oficial se aproximó a una electoralidad noventista, a puro cliché, insípida, desacoplada de la época de clivajes (posturas dicotómicas en torno a temas) donde el oficialismo también es cultor experimentado. La campaña fue tan liviana que en los hechos terminó desacoplándose de la oficial. En la mayor cantidad de distritos donde el oficialismo ganó se produjo un despegue de la identidad bonaerense (proclamada de hecho como identidad nacional). Ni siquiera en el conurbano se la respetó y fue heroica la movilización de intendentes ahí. Un verdadero hecho de supervivencia reactiva.

Al oficialismo lo ayudó cierta pasividad discursiva en las campañas opositoras que presumían victorias consolidadas y que, relajadas, asistían a un omnipresente Mauricio Macri (también con diferencial negativo agravado) que, orondo, se paseaba por cuanto programa había. Ni lo malo de Macri salvó, pero si ayudó.

La caída fue contundente para el Frente de Todos. La campaña se tornó retrospectiva (el último spot fue pura crítica los liderazgos de Juntos por el Cambio). El "sí" quedó chico y la contra identidad primó (no se bien qué soy, pero antimacrista seguro). La campaña terminó siendo (incluso tras la derrota) un proceso de marcado contraste ideológico.

La campaña de marca partidaria fue superior a la campaña de nombres y la campaña ideológica fue superior a la campaña de marcas inclusive. Nada nuevo bajo el sol. Donde hubo ideología, marca partidaria y candidaturas de peso, los resultados fueron más claros. La profesionalización es un continuo, un proceso, para decidir y actuar. Otra campaña legislativa pasó y el llamado de atención se hizo sentir modificando el mapa de poder. Que la democracia funcione con diálogo y debate es auspicioso. Comienza la mitad del mandato.

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