Cinco días después de que el próximo presidente asuma el cargo se cumplirá el décimo aniversario del día en que Néstor Kirchner anunció la cancelación anticipada y total de los u$s 9810 millones que el país le debía al Fondo Monetario Internacional, destinando a ese pago un tercio de las reservas que por entonces había acumulado el Banco Central. Una de las tantas decisiones que tiene que tomar el sucesor de Cristina Fernández es si mantener el distanciamiento existente con el organismo que dirige Christine Lagarde o si, en cambio, buscar estrechar la relación. Alguna pista tal vez aparezca dentro de dos semanas durante la reunión anual conjunta del FMI y del Banco Mundial que tendrá lugar en Lima y a la cual asistirán economistas de los tres candidatos con más chance.

La principal definición que tendrá que tomar el próximo presidente es si acepta que una misión del FMI venga al país con el fin de supervisar y emitir dictamen sobre la política económica en general y sobre la política cambiaria en particular, tal como lo prevé el artículo 4 del Convenio Constitutivo del organismo, o si, tal como sucede desde 2006, mantiene el rechazo a someter a la macroeconomía a esa especie de auditoría.

Desde un comienzo, la negativa a recibir una misión supervisora fue presentada como un acto de independencia y soberanía que evitaba los consabidos condicionamientos de política que el Fondo impone a los países prestatarios. No era un argumento convincente, dado que no había posibilidad alguna de que el Fondo condicionara absolutamente nada por la sencilla razón de que el gobierno había cancelado toda la deuda y no tenía intención alguna de solicitarle nueva asistencia.

Un argumento adicional del kirchnerismo señalaba que lo que realmente se quería evitar era el impacto del informe negativo que, suponían con cierta lógica, resultaría de la inspección de tecnócratas con cabezas ortodoxas. Tampoco era un argumento contundente, ya que en todos estos años el gobierno no tuvo ningún reparo en mostrarse enfrentado con el Fondo; más bien, la confrontación con una institución justificadamente demonizada se acomodó bastante a su estrategia política. Por ende, un informe negativo del Fondo podría haber sido funcional al discurso oficial. Pero eso es especulación o historia contrafáctica.

Lo cierto es que desde 2006 ninguna misión supervisora en el marco del artículo 4 visitó el país. La última vez que se habló del tema fue previo a la reunión anual del año pasado, y en esa oportunidad Axel Kicillof reiteró que "la Argentina tiene derecho a someterse o no a esta revisión, y la verdad es que no hay hoy una necesidad objetiva para hacerlo".

Algunos creen que la situación ahora es diferente, debido a que el país ha pasado de la política de desendeudamiento a tener necesidad de financiamiento externo, y consideran que para ese fin es conveniente tener una relación normal con el FMI en lugar de ser uno de los seis únicos países miembros que no aceptan la supervisión del artículo 4. Los otros son Eritrea, República Centro Africana, Siria, Somalía y Venezuela.

Entre quienes evalúan la conveniencia de volver a aceptar la supervisión no falta algún economista que asesora al candidato oficial. No debería llamar la atención: desde que Kirchner le echó flit a las misiones, hubo más de un funcionario de cargo jerárquico del ministerio de Economía que sugirió revisar el tema.

Como suele suceder, la decisión tiene pro y contra, con la particularidad de que como ni una ni otra son mensurables no se las puede cotejar. Por un lado, la aceptación de los protocolos formales del Fondo que implicaría recibir a una misión en el marco del artículo 4 mejoraría la imagen del país en el establishment financiero internacional, pero es imposible estimar en qué medida eso se reflejaría en una menor tasa de interés. Por el otro, reestablecer esa relación con un organismo tan desacreditado tendría sin lugar a duda algún costo político interno, que por obvias razones sería mucho mayor en caso de que Daniel Scioli sea el presidente, pero que tampoco es cuantificable.

Más allá de lo que finalmente ocurra con el artículo 4, la relación del kirchnerismo con el ogro de Washington no es tan mala como muchos piensan, ni los vínculos están cortados. Si bien es cierto que el Fondo es crítico de la macro local (la última Perspectivas Económicas incluye un pronóstico negativo sobre el PBI de este año y recomienda devaluar el peso y reducir distorsiones), y que sancionó al país por la falsificación de los datos de inflación, también hay que considerar que dicha sanción no pasó de una moción de censura (con una mayoría especial podría haber suspendido el derecho a voto del país), que prorrogó hasta mitad del 2016 el plazo para que el Indec termine de remediar el descalabro estadístico con el índice de precios, y que en el conflicto con los buitres mantuvo una posición más cercana a la Argentina.

Desde el lado argentino, se viene cumpliendo con todo el resto de los protocolos de suministro de información sobre el sistema financiero y reservas internacionales, y en el G-20 se aceptó que fuera el Fondo la institución encargada de recopilar los datos para el seguimiento de la situación de los países que integran ese foro.

La reunión anual que se desarrollará en Lima del 9 al 11 de octubre será la última a la que asista un ministro kirchnerista, y se espera que en las discusiones sobresalgan dos asuntos claves para la Argentina: la crisis en Brasil y el creciente rol de China como fuente de financiamiento internacional. Ejemplo de esto último: hay más de treinta países que han firmado swaps de monedas con China como el que apuntala las reservas del Banco Central argentino, y en esa lista están, entre otros, Corea del Sur, Canadá, Singapur, Malasia, Reino Unido, Uzbekistán, Tailandia, Rusia, Nueva Zelanda, Turquía y, recientemente se sumó Chile.