Presión fiscal para todos, ¿hasta dónde llega?

El incremento que registra la carga fiscal sobre las diversas actividades económicas es un tema delicado, y por demás preocupante.

Las necesidades recaudatorias se revelan a los distintos niveles de gobierno, como contracara de un gasto público que -sin abrir juicio de valor sobre su racionalidad o eficiencia- ha venido siendo más elevado año tras año.

En la última década, la recaudación tributaria nacional (impuestos recaudados a través de la AFIP) duplicó prácticamente su importancia relativa, en relación con el producto bruto interno.

Por el lado de las jurisdicciones locales (provincias y CABA), se observa una tendencia a agudizar esta problemática cada vez más; aunque para ser justos, gran parte de la misma es consecuencia de un federalismo fiscal no adaptado a la altura de las circunstancias (debe recordarse que todavía continúan sin corregirse las desigualdades del actual régimen de coparticipación, a pesar de la exigencia constitucional de 1994).

En el impuesto sobre los ingresos brutos (gravamen que les acerca más del 70% de sus recursos tributarios), de a poco se han ido extinguiendo -con variados artilugios- las exenciones comprometidas en el denominado Pacto Federal para el Empleo, la Producción y el Crecimiento (ya no hay prácticamente actividad industrial, primaria o minera que no esté alcanzada con alícuotas de entre el 1% y 3%). En la misma línea, poco queda de la llamada alícuota general, que históricamente no superaba el 3% y que hoy se traduce en porcentajes del 4% ó 5% (más allá de que suspicazmente no se las denomine de ese modo). Y ni que hablar de ciertas actividades como las financieras y/o de telefonía celular (por citar casos concretos y de índole bien diferente), donde las alícuotas alcanzan extremos del 6% ó 7%.

Similar situación sucede con los impuestos de sellos (con claros efectos contraproducentes para el desarrollo de los negocios) o con los que gravan las propiedades urbanas o rurales (de conocidos conflictos sectoriales y hasta sociales), entre otros. También debe recordarse la reaparición del impuesto a la herencia bonaerense (sin lógica uniforme y contemplativa del resto de la estructura tributaria) y/o frecuentes propuestas de nuevos gravámenes, que en algunos casos resultan desaconsejables de antemano (vgr. el impuesto a los Actos Jurídicos Onerosos que actualmente se discute en la legislatura porteña, con claro sesgo antieconómico y críticas jurídicas muy graves).

A todo ello, se suman las propias necesidades recaudatorias de los municipios del país, en donde la escalada abruma, en particular por el lado de aquellas tasas -de fuerte sesgo distorsivo-que gravan el ejercicio de actividades en general (o el caso de las que gravan la publicidad en la vía pública). Aquí no sólo es observable importantes incrementos de alícuotas sino también adicionales que en muchos casos operan como verdaderos impuestos, o reclamos fiscales que constituyen evidentes excesos, por razones diversas (inexistencia de un servicio efectivo e individualizado o desproporción evidente respecto de sus costos, o directamente inexistencia de sustento territorial que los legitime). Se vienen agregando también -al igual que a nivel nacional o provincial-nuevas obligaciones de actuar como agentes de recaudación y/o información de terceros, muchas veces sin sustento legal ni racionalidad alguna (piénsese en la catástrofe administrativa que podría derivar si los más de 2000 municipios y comunas del país adoptaran actitudes similares).

Es muy importante reparar en esto y en contribuir a reencauzar estos temas. Nuestro más alto Tribunal ha emitido sentencias impecables en esta materia, con claro apego a los derechos de los contribuyentes. No se trata de alentar controversias, sino de concientizar sobre los límites de las administraciones fiscales, y la importancia de hacerlos respetar a tiempo.

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