Punto de vista

Ciudadanía y propiedad horizontal: cuando lo mío depende de los demás

Si alguien nos dijera que más de cinco millones argentinos experimentamos a diario una forma de vida democrática casi perfecta, en la que en general cumplimos las leyes, respetamos al otro, valoramos la vida en comunidad, no tiramos papeles al piso, dialogamos, debatimos y votamos en asambleas, cuidamos lo propio, nos involucramos con lo que es de todos, procuramos solucionar conflictos antes de que lleguen a los tribunales prefiriendo relaciones pacíficas por sobre la confrontación y la violencia, probablemente no le creeríamos.

Lo cierto es que tal sistema existe: la propiedad horizontal (PH), una cultura cotidiana llena de valores democráticos ejercida por personas que viven en edificios de departamentos o barrios en todo el país sometidos a un régimen legal especial. Ellas conocen y cumplen reglas mínimas para la convivencia diaria: el respeto del Reglamento que da origen a la comunidad; la predisposición a mantener relaciones pacíficas y acciones preventivas como forma de asegurar la convivencia; comprender la necesaria coexistencia de la propiedad exclusiva sobre el departamento con la propiedad compartida sobre bienes comunes. Lo propio depende del cuidado y administración de lo común.

Puertas adentro, hace más de medio siglo que los argentinos practicamos este tipo de democracia transmitiendo sus valores vinculados a nuestros hijos. Es lógico: se trata de nuestra vivienda, nuestro negocio, nuestra vida privada.

Puertas hacia fuera la cosa es diferente. Terreno público, común, de todos, del Estado. Terreno de nadie. Allí vemos corrupción pública y privada, una clase política siempre preocupada por sí misma, un sistema judicial débil, ignorancia, pobreza e inseguridad. Siempre nos ocupamos de lo nuestro y no teníamos nada que ver con aquello. Siempre la culpa era de otros.

Durante décadas quisimos tener el menor contacto posible con este sector, no involucrarnos. Tampoco ahora. La culpa sigue siendo de otros. Nosotros trabajamos, pagamos impuestos y sueldos públicos. Que las nuevas autoridades cambien todo esto, que los metan presos. Rápido. ¿Yo? De ninguna manera. Ellos. La PH nos enseña y hace ejercer reglas y valores democráticos cuyo incumplimiento e inobservancia afectan el funcionamiento del sistema y la vida en el edificio.

¿Qué nos lleva a pensar que un país puede funcionar si nosotros, sus ciudadanos, a diferencia de lo que hacemos cuando vivimos en PH, nos desentendemos de lo público, lo de todos? Como ya vimos, de nada vale lo exclusivo si lo común se viene abajo. Por más lujoso que sea nuestro departamento, no se lo venderemos a nadie si el edificio está destruido; si pintamos la fachada pero no arreglamos los defectos en los cimientos que hacen peligrar toda la estructura. Las bases del edificio, como las instituciones de un país, tienen que ser bien sólidas. Hasta los compradores que buscamos en el exterior se dan cuenta. Y aunque designemos un administrador, frente a terceros, los responsables por cualquier problema seguimos siendo los propietarios.

En una República las instituciones públicas constituyen las bases sobre las que se asientan las construcciones privadas de sus ciudadanos. Junto a los gobernantes, somos nosotros los obligados a mantenerlas sólidas y sanas y controlar su buen funcionamiento. Aunque sean administradores públicos los que hayan tomado malas decisiones, los perjudicados siempre seremos los ciudadanos.

Para cambiar el país se debe dar un cambio en la forma de hacer la cosas. Por parte de todos. Aprovechemos los modelos generadores de civismo, potenciémoslos y eduquemos en ellos. Extendamos los valores democráticos que ya ejercemos en nuestra vida privada y cotidiana para la construcción de lo público, porque la República también es nuestra casa. Es su pilar.

 

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