La discontinuidad estratégica de la década y la crisis actual

La ardua situación en curso, explicitada a partir de finales de 2013 y con sus derivaciones en estos meses, traduce el sinceramiento de una delicada instancia, caracterizada por una severa restricción externa o de divisas, un agudo retraso cambiario real y un fuerte drenaje de reservas internacionales. En un determinado punto de saturación, se asumió un cierto giro estratégico, el que afronta las difíciles vicisitudes que se palpan.

Esta crisis remata una década extendida, la cual, en líneas generales (sin mengua de los rudos debates sobre el estricto alcance del fenómeno, de las heterogeneidades verificadas y de las debilidades del último lapso), se dio un crecimiento acumulado ponderable. Por ende, aquella crisis sienta un interrogante sobre la significación misma del período aludido.

Los enfoques habituales abordan al período como una unidad homogénea. Probablemente, visibles aspectos que atañen al nivel de proyecto político, de expresiones discursivas y de referencias a grandes banderas de orden genérico, abonan aquel criterio de homogeneidad.

No obstante, en un texto reciente de nuestra autoría El Quiebre del Modelo Macroeconómico de Desarrollo 2003-07 y la Incertidumbre hacia el Futuro (editorial Dunken, 2014), siguiendo aportes previos, disentimos con esa visual dominante. Creemos que en el riguroso plano macroeconómico, con sus demás implicancias, el período en cuestión registra una severa solución de continuidad entre regímenes o matrices. Y, justamente, es ella la que anida en el núcleo duro de la gestación de la crisis que se corporizó.

Confirma plenamente la tesis señalada, el contraste entre la matriz del modelo competitivo productivo del lapso 2003-07 (conectado con el cambio de reglas plasmado en 2002), y la que se extendió a partir de 2010 hasta las postrimerías de 2013 (dejando a un lado los años 2008 y 2009 por sus peculiaridades). Se da un juego de opuestos. La primera matriz fincó en el criterio del tipo de cambio competitivo, asociado a los llamados superávit gemelos (sin mayores fórceps), asumiendo un fuerte proceso de desendeudamiento externo que no trabó una densa acumulación de reservas internacionales, con una inversión que registró un notable in crescendo y aun así se observó un déficit en divisas del sector MOI sobrio. La creación de empleo, sobre todo privado, fue notable. Y la inflación, aunque superior a la de los 90, lució tolerable.

A partir de 2010, se invierte la matriz. El tipo de cambio, de locomotora de la actividad se erige en ancla de inflación, sin impedir una inflación efectiva alta, rematándose en un retraso cambiario creciente. Los superávit gemelos se fueron licuando, defendidos finalmente vía mecanismos forzados o de uso ad hoc. La creación de empleo cedió, y fue el Estado el que la lideró. La inversión dejó de crecer en su incidencia, aunque no por ello se obvió la potenciación del déficit de divisas del sector MOI (evidenciando la limitada organicidad de la sustitución de importaciones que se esgrimió). La expansión de 2010 e inicios de 2011, por su fragilidad externa, se hizo insustentable.

Precisamente, el plexo de retraso cambiario, restricción externa y drenaje de reservas citado arriba, no es el obligado producto de un inexistente continuum estratégico de la década, sino el forzado corolario de la solución de continuidad anotada. Por ende, la restricción externa trabante del crecimiento es, en rigor, político-generada.

Las políticas responsables se apoyaron en clichés ideológicos, que despreciaron el aporte del tipo de cambio competitivo, subestimaron la inflación y desconectaron la demanda interna de los precios relativos competitivos. Ese combo de ideas y políticas operó y fracasó y el actual giro estratégico lo confirma.

Abandonado ese combo, se perfila una coyuntura compleja e incierta. En el fondo, hay una incertidumbre modélica: si, hacia adelante, pretendemos en lo esencial sustentar el crecimiento en el tipo de cambio competitivo o en el ahorro externo.

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