Las calificadoras de crédito deberían tener menos poder

Puede ser que el multimillonario financiero Warren Buffett tenga razón cuando dice que las agencias calificadoras de crédito no se equivocaron más que prácticamente todos el resto del país a la hora de evaluar la burbuja en el mercado inmobiliario de Estados Unidos.

Eso no significa que el daño causado por las excelentes calificaciones aplicadas a productos vinculados a las hipotecas de alto riesgo resulte más fácil de soportar. El papel de custodio de los mercados de capital que su estatus semioficial les da a las agencias que califican el crédito es demasiado perjudicial como para que se permita que continúe. Hay tímidos intentos por lograr que se las regule de manera más rigurosa. Según el proyecto de ley de reforma financiera estadounidense, se buscaría ponerlas bajo la supervisión de la SEC. Por su parte, la Comisión Europea propone abrir la industria obligando a los emisores a darle a todas las calificadoras la misma información. Sin embargo, por sí solos estos esfuerzos no resuelven la cuestión básica, que es que calificaciones muy imperfectas, producidas por agencias a las que le pagan los emisores, son usadas para eludir los requerimientos de capital en los balances de los bancos.

Solucionar los problemas del negocio de calificación del crédito demandará grandes cambios, pero lo que debe cambiar no es tanto las propias calificadoras como el uso que hace de ellas el sistema financiero. Los más importante es terminar con la condición seudo oficial de un selecto grupo de calificadoras elevadas por la legislación y las normas contables a la categoría de árbitros de la gestión de riesgo de nuestros sistemas bancarios. De hecho, el sistema actual pone a los reguladores en la muy lucrativa nómina de aquellos a los que regulan.

La única solución viable es que las normas de requerimientos de capital se alejen de las calificaciones y se inclinen por el uso de simples límites al apalancamiento. Si bien no es realista pensar en terminar de una vez con la ponderación de riesgo, debería hacerse de un modo más sencillo, por ejemplo, según clases de activos e información fundamental específica.

Por sí solo, esto animaría a los bancos a acumular los activos más riesgosos que puedan encontrar. Así que hay que combinarlo con mayores incentivos para que los gerentes eviten el riesgo _si sus bancos quiebran, no debe permitirse que se vayan con las manos llenas_ y los inversores presten más atención. Normas de transparencia duras para los balances bancarios ayudarían, lo mismo que regímenes de liquidación creíbles.

Esto disminuiría el rol de las calificadoras y haría menos preocupantes sus fracasos y conflictos de interés. Si los emisores ya no pagan por las calificaciones, que así sea. Las agencias dicen que su utilidad es que ayudan a los inversores a tomar mejores decisiones; si lo es, sería un servicio por el que los inversores estarían dispuestos a pagar. Pueden surgir otros conflictos de interés, pero menos si las calificaciones perdieran su importancia, y ciertamente menos graves que ahora. Los mercados de acciones florecen sin calificaciones. La idea de que los mercados de bonos las necesitan expone el sueño de domar el riesgo con falsa precisión. Nos iría mucho mejor

sin tales ilusiones.

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