La base de financiamiento de la seguridad social debe ser cambiada

La discusión sobre cómo mejorar la situación de los regímenes previsionales es compleja. Se puede avanzar hacia un sistema universal, sustentado por un impuesto

El debate sobre el régimen previsional parece tener más que ver con el control de los flujos de los aportes de los asalariados y con el valor presente de los fondos de pensión, que con su capacidad para proveer seguridad social a una mayoría de personas.

Por cierto, la prioridad otorgada a estos dos temas no es arbitraria: por una parte, el Gobierno cuenta con 50% de los flujos de aportes para cerrar el financiamiento de los pagos de la deuda no reestructurada; por otra parte, 70% de la cartera de las AFJP está en bonos defaulteados (que representan 17% de la deuda en reestructuración). Aunque de la mayor importancia para el programa financiero y para el ingreso futuro de los aportantes, queda sin responder la pregunta sustantiva: ¿es éste un sistema de seguridad social que está en condiciones de cumplir sus fines para la población?

Si el examen se hace desde la cobertura del sistema, la respuesta es claramente negativa: sólo 38% de la población económicamente activa (PEA) tiene una cuenta previsional en el régimen de capitalización o en el de reparto en la que se realizan aportes regulares.

En 1998 y con un déficit ocupacional diez puntos menor al actual, la proporción de aportantes regulares en la PEA fue de 46%. Suponiendo desempleo cero para los asalariados registrados (o sea para los que califican) ese porcentaje hubiera sido de poco más de 48%.

El dato que quizás mejor ilustra la pobre cobertura de la seguridad social es que 61% de los hogares no tiene ningún miembro que cotice regularmente. Entre las familias en situación de pobreza la proporción se eleva a 75%. La causa aceptada es la informalidad laboral.

En el sector privado 38% de los ocupados no posee un contrato registrado y de ellos más de la mitad tienen un trabajo intermitente. Son 3,2 millones de personas. Esto no incluye los ocupados en el servicio doméstico en hogares particulares (820 mil), ni los beneficiarios del Plan Jefas con contrapartida laboral (925 mil).

La informalidad no es un fenómeno nuevo, ni está sólo asociado a las políticas de los años noventa. En la década del ochenta, el índice de empleo no registrado creció tanto como en la que le siguió. La razón del aumento incesante de la informalidad laboral hay que buscarla en la debilidad económica de un gran número de pequeños establecimientos de baja productividad. 92% de quienes contratan todo o parte de su personal en negro (ese es el caso del 75% de los establecimientos en actividad) emplean hasta cinco personas. Esto sugiere que, para la mayoría, se trata no tanto de una estrategia para aumentar la utilidad sino, sobre todo, para subsistir en un entorno económico adverso.

Esto hace muy difícil revertir la informalización del mercado laboral y, por ende, mejorar significativamente la cobertura de la seguridad social.

En un mercado segmentado esto lleva a situaciones de inclusión y exclusión. El hecho de que algunos estén cubiertos por la seguridad social y otros dependan de los recursos asistenciales del Estado implica el reconocimiento social de la segmentación laboral.

Esto tiene que ver, en medida apreciable, con el modelo de financiamiento. Consecuente con su fundamento de derecho restringido a la inserción formal en el mercado laboral, la seguridad social se financia con contribuciones sobre las remuneraciones de los asalariados registrados. El problema, sin embargo, es que el financiamiento contributivo es totalmente insuficiente: 70% de los gastos del régimen previsional público se paga con fondos del Tesoro. Esto lleva a situaciones de inequidad, en particular para los más pobres.

La pregunta es si hay que mantener sistemas paralelos de protección social (las necesidades asistenciales inevitablemente irán creciendo) o si, por el contrario, hay que avanzar hacia un sistema universal. Si la respuesta se inclina hacia lo último, habrá que redefinir la seguridad social como un sistema no contributivo, desvinculado del modo de inserción en el mercado de trabajo. Esto no excluye, por supuesto, un mercado no estatal de seguros sociales complementarios, a través de la negociación colectiva o contratados de manera privada.

Obviamente, esta es una reforma de largo plazo. Pero respetando las restricciones fiscales, es posible lograr mejoras en un plazo más corto, sustituyendo las contribuciones por un impuesto destinado al financiamiento del sistema de seguridad social. Este impuesto debería ser neutro en cuanto a la carga tributaria, pero lo más importante es que debería ser neutro respecto del uso de factores, ya no gravando la nómina (es decir el empleo) sino por ejemplo, las ventas o el valor agregado con una tasa uniforme que mantenga constante la recaudación.

Esta es una innovación significativa ya que disminuiría el precio relativo del trabajo sin afectar el equilibrio fiscal. Habría un efecto positivo sobre el empleo y la registración. También mejoraría la equidad ya que las más favorecidas serían las pequeñas empresas, que tienen mayor densidad de trabajo. Es sólo un paso, pero en la buena dirección.



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