La Argentina y el Fondo Monetario Internacional: una tormentosa relación que continuará por varios años

La historia Argentina con los organismos internacionales de crédito ha sido, sin dudas, tormentosa.

En el verano boreal de 1986, mientras realizaba una pasantía en el Fondo Monetario Internacional, escuché por primera una frase que describe la relación del país con el FMI, vista desde el lado del Fondo: “Quien lleva adelante el caso argentino termina en la biblioteca .

La idea era simple: casi con seguridad, el programa fracasaría y el funcionario de turno terminaría quemado.

No era algo nuevo. En 1956, el Club de París, coordinador de las reestructuraciones de deudas entre países, fue creado para resolver una crisis argentina. El mismo año, nuestro país se asoció al FMI y ya al año siguiente había utilizado su cuota de financiamiento. En 1958, el país tuvo su primer stand by. En los 45 años subsiguientes, tuvimos 24 acuerdos adicionales. Algunos plurianuales, en otros casos más de uno por año. Lo cierto es que lejos estamos de ser un país que haya sabido vivir sin el Fondo. Semejante historial de acuerdos y desacuerdos describe un fracaso fundamental: la incapacidad de nuestro país para encontrar una senda de crecimiento sostenido.

La Argentina es, quizás, el país emergente más Fondo-dependiente. El historial sin paralelos de programas así lo atestigua. También el hecho que nuestro país tiene hoy un nivel extraordinariamente elevado de endeudamiento con organismos multilaterales: 24% del PIB. Este número, por sí solo, ya es aproximadamente unos 10 puntos mayor al que el ex economista jefe del Fondo estimó como el punto a partir del cual nuestro país se hace muy vulnerable a los avatares del mercado. El país está acostumbrado a esta dependencia con el Fondo Monetario, tanto como auditor de la calidad de nuestras políticas, ya que sin su aprobación nos sentimos inseguros, como por el requerimiento de asistencia.

A pesar de esta sostenida dependencia social y económica, los políticos de turno en los últimos 20 años anuncian que negocian desde la dignidad y sólo bajo sus propios términos. Ya nos olvidamos del ex ministro Bernardo Grinspun cuando echó a funcionarios del FMI de su oficina en 1984 y luego mandó una carta de intención escrita por él sin haberla acordado previamente. O, cambiando de presidente, cuando en 1991 el ministro Domingo Cavallo le sugirió a la misión del FMI que volviera unos meses más tarde ya que ellos se oponía a la convertibilidad y la eliminación de las retenciones a las exportaciones. El minsitro Roberto Lavagna y el presidente Néstor Kirchner no se distinguen de estos precedentes. La relación con el FMI ha sido siempre tensa y conflictiva.

Toda negociación con el FMI tiene dos costados cruciales. Por un lado, uno eminentemente político o, si se quiere, de la diplomacia financiera internacional. Efectivamente, todo programa con la institución sólo funciona si el G-7 tiene voluntad de apoyar. Esto tampoco fue una innovación reciente. Ya en la década del ’80, los programas con el FMI surgían como resultado de impulsos que le daban desde el Tesoro norteamericano o del G-7 a estrategias globales de resolución de problemas en la arquitectura financiera internacional. El plan Baker para la refinanciación de la deuda es un claro ejemplo.

El otro costado es el técnico. Allí aparecen mezclados problemas de perspectivas y análisis que hacen los funcionarios, con restricciones sobre la comparabilidad de tratamiento con otros países (¿por qué si Brasil hace un esfuerzo primario de más del 4%, la Argentina hará el 3%?) y, finalmente, de incentivos de los propios funcionarios. Nadie quiere ser el próximo responsable de un programa fracasado con la Argentina. Nadie quiere terminar en la biblioteca.

En este contexto complejo, con una abundante historia de programas fallidos, es que el programa actual camina por una fina cornisa. La política internacional hasta ahora nos ha apoyado, con algún recelo, sobre la base del argumento que era preferible priorizar la estabilidad local y regional en el Cono Sur. La idea era no comprarse otro problema más. Sin embargo, ahora los apoyos políticos comienzan a mezclarse. Si la Argentina no avanza con seriedad hacia una reestructuración de la deuda, no sólo en la sustancia sino también en las apariencias, la arquitectura financiera internacional, que se supone es la prioridad que resguardan las grandes potencias, se debilita. Simultáneamente, acreedores ciudadanos del G-7 presionan sobre sus políticos. De esta forma, el apoyo político comienza a debilitarse.

Sobre el costado técnico, los funcionarios del FMI miran a la distancia las negociaciones sobre la deuda, pero imaginan que ésta no llegará a buen puerto bajo los lineamientos actuales. Así, las dudas sobre la viabilidad de un crecimiento sostenido si no se logra reestructurar la deuda, contribuyen a desestabilizar el programa que exitosamente negociaran Lavagna-Kirchner.

¿Será esto suficiente para que el G-7 y el FMI nos quiten el apoyo? Es difícil saberlo. Lo que sí aparece claro es que la relación conflictiva con el FMI continuará por varios años más.



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