¿Eficacia o ideologismos?

Las múltiples experiencias de éxitos y fracasos de diversos líderes, en todo el mundo, en todos los tiempos, demuestran que lo más importante es encontrar soluciones específicas a los problemas concretos.

Esto no implica resignar los valores que subyacen en los actos. Todo lo contrario. La verdad, la ética, el bien común, la justicia, la igualdad de oportunidades, la solidaridad, son valores fundamentales que deberían guiar siempre a los dirigentes.

Lo que no debe hacerse es mirar la realidad con una óptica tan prejuiciada, tan sesgada y unilateral, que impida hallar las decisiones más convenientes para la sociedad que se dirige.

Las sociedades más avanzadas de estos tiempos se caracterizan por elaborar diagnósticos, planificar cursos de acción, ejecutarlos y evaluar los resultados, con un alto grado de apego por brindar soluciones de raíz, institucionalizadas y duraderas, a sus problemas objetivos. Ello ocurre no sólo en los niveles más altos de gobierno, sino –y muy especialmente– en las actividades cotidianas de las personas y de todo tipo de organizaciones. Se trata de una forma de vida, que permea desde los individuos hacia sus dirigentes.

En la Argentina no suele ocurrir lo mismo. Décadas de deterioro y desencuentros han hecho perder la confianza de la sociedad en su propia capacidad para resolver los problemas que enfrenta. Entonces, se apela a toda clase de estratagemas para evitar enfrentar las responsabilidades subsecuentes.

El primer recurso consiste en negar la realidad. Conspicuos dirigentes suelen informar que en materia de seguridad se está mucho mejor que lo habitual. Las crónicas diarias de asaltos, secuestros, muertes y violaciones son –según ellos– meras exageraciones de los medios de difusión. El hecho de que casi todas las personas tengan experiencias directas de este tipo de eventos no parece llegarles: tal vez ellos estén mejor protegidos que los particulares.

Cuando no existe más remedio que reconocer un problema, otro excelente recurso, muy utilizado, es echar la culpa a otros. Los predecesores son siempre excelentes candidatos a actuar como chivos expiatorios, aunque nada supera a los culpables innominados –por ejemplo, la sinarquía internacional– o a los que están fuera de nuestro alcance. En cambio, el generoso pueblo argentino o esta riquísima tierra en que vivimos nunca pueden ser sospechados de algo negativo.

Si existe un problema, y ya no hay más posibilidad de ignorarlo, todavía quedan numerosos recursos. Uno muy común es distraer la atención pública con pantallas, placebos, y temáticas totalmente alejadas del problema mismo. Todo vale para evitar hacerse cargo de los problemas verdaderos.

Si el problema no se puede eludir más, y se hace inevitable proponer soluciones específicas, aquí el espectro de alternativas se expande. Un mecanismo fantástico es copiar una solución aplicada en un medio absolutamente diferente del propio. Como ejemplo de texto puede citarse la sanción de leyes que obligan a los automóviles a transitar de día con las luces prendidas en las rutas, para disminuir accidentes, como en Suecia o Canadá. ¿No sería mejor previamente hacer cumplir las leyes existentes en materia de manejo y de estado de conservación de los automotores?

¿Y qué tal con poner un tope a los sueldos públicos a través de fijar un nivel ridículamente bajo a la remuneración del presidente de la Nación? Además de constituir una afrenta para el sentido común de la población, es una excelente forma de expulsar del Estado a las personas honestas, que dependen de sus ingresos para subsistir. Si lo que se pretende es economizar, ¿acaso no sería mucho más racional romper con las normas que vinculan los sueldos de los empleados estatales entre sí?

Claro, atiborrar con legislación contradictoria es una buena forma de evitar que los temas se solucionen, aunque sea por casualidad. O también está el recurso opuesto de dejar vigentes normas que existen desde el tiempo de las carretas.

¡Ah! Si se pudiese utilizar tanta creatividad para buscar soluciones sencillas, transparentes. Si se abandonara la hipocresía de la declamación falsa y se afrontara la opinión pública con honestidad. Si se dejaran de lado los ideologismos, para simplemente utilizar la sensatez. Seguramente no sería tan importante ocuparse de la Argentina del pasado, ni siquiera de la actual.

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