Una vez más, un servidor público ha entregado su vida en cumplimiento del deber. Lo más preciado, la vida, le ha sido arrebatada por delincuentes de manera cruel y despiadada.

La Policía Federal está de luto y todos deberíamos estarlo. Mataron a uno de los nuestros.

La noticia, por repetida que sea, no debe llevarnos al acostumbramiento. Los registros de este año indican que fueron asesinados 9 policías federales, cifra que supera a los caídos durante todo el año 2009.

¿Qué nos debe ocurrir como sociedad para que todos comprendamos que un país sin seguridad carece de libertad y hasta cuándo seguiremos viviendo sitiados por el crimen organizado? Esas son preguntas que nos hacemos diariamente y la respuesta no llega.

Tal como estamos se nubla el futuro de nuestros hijos, se caen proyectos y se carece de confianza.

Resguardados en un discurso falaz que justifica violencia por necesidad, los responsables discurren en argumentaciones sociológicas ya perimidas, inculpando en algunos casos a las propias fuerzas policiales de lo que acontece, reflejo de la propia impotencia y mediocridad. Lo cierto es que no se puede resolver un problema que no se reconoce, o lo que es peor, una dolencia que se diagnostica incorrectamente. Delito y pobreza nada tienen que ver, marginalidad y crimen organizado sí: ¿quién puede dudar que desde el advenimiento de la democracia (y particularmente en los últimos años) se mejoró la cobertura social? Pero el delito no descendió y la violencia creció. Algo no está bien.

Frente a esta realidad, todos los días hombres y mujeres entregan su vida por nosotros; reconozcámoslo: ya están desmoralizados. Luchan en clara inferioridad de condiciones frente a la delincuencia organizada. Los delincuentes se envalentonan frente a la impunidad y los agentes del orden son, en muchos casos, vilipendiados públicamente.

El relato ideologizado hace hoy del delincuente una víctima y del policía un victimario, sea cual fuere la circunstancia. Instala la perversa idea de que transgredir la ley siempre está justificado y hacerla cumplir constituye, la más de las veces, una violación de los derechos humanos.

Vivimos un trágico mundo del revés que se lleva a diario vidas, sin que aquellos en posición de liderar la sociedad asuman su ineludible responsabilidad. Pongamos en caro que dentro de la ley vale todo, fuera de la ley nada. Debemos combatir al mismo tiempo la pobreza y el delito y en ese combate simultáneo organizar la comunidad. Propongámonos demostrar que vivir en paz y en concordia es posible.

Recordémosle a todos que defender el orden es una obligación constitucional de los tres poderes del Estado y sobre todo recuperemos una educación para nuestros hijos que distinga claramente el bien del mal.

No tengo duda alguna de que existe una política de seguridad justa, eficaz y razonable, ajena a las ideologías que generaron falsas dicotomías, entre mano dura y garantismo, capaz de darle a los argentinos, justicia, verdad, libertad y paz, de todos nosotros depende el hacerla realidad.