

El dictador libio Muammar Gadafi, que fue asesinado ayer, tuvo una grandiosa visión de él mismo y del lugar que ocupaba su país en la historia.
Dominó el país rico en petróleo durante 42 años, durante los cuales con sus políticas empobreció y reprimió a los libios. Sin embargo, éstos estaban obligados a rendir homenaje a la ilusión de que Gadafi era un visionario político.
Durante gran parte de su gobierno, Libia fue un estado paria rechazado por la comunidad internacional debido a la participación del coronel en actos terroristas. Pero el líder de la revolución, así se describía a si mismo, nunca abandonó su idea de que el pueblo lo quería y que él le había dado grandeza a su país.
En privado, los libios se burlaban de las ideas políticas de su líder una combinación simplista e inconexa del islam y el socialismo, las cuales él mismo resumió en 1975 en su Libro Verde y aplicó como sistema del país. Pero en público, los libios tuvieron que mostrar respeto por lo que este dictador llamó pomposamente su tercera teoría universal.
La más leve oposición provocaba una brutal respuesta de los comités revolucionarios y otros grupos de seguridad que protegían el estado totalitario del líder.
Hombre excéntrico y extravagante, Gadafi a menudo parecía creer en los mitos que él mismo difundía sobre la reputación que tenía Libia en el mundo y sus propios logros. Frente a la rebelión contra su gobierno que comenzó en Benghazi, en el este de Libia, despotricó por televisión con su típica rimbombancia y desprecio por la realidad, afirmando que él había colocado a Libia en la cumbre del mundo. Describió de ratas y cucarachas a los rebeldes, diciendo que estaban drogados y controlados por al-Qaeda.
Aún durante sus últimos días en el poder, cuando quedaba claro que su gobierno había finalizado semanas después de la caída de Trípoli ante las fuerzas del Consejo Nacional de Transición, emitió un mensaje pidiendo protestas contra los nuevos gobernantes del país.
Fortalecido por la riqueza petrolera de Libia, y por un aparato de represión, Gadafi ejercía un desenfrenado poder, dilapidaba miles de millones de dólares en terrorismo y aventuras extranjeras, incluyendo una larga guerra contra Chad, que comenzó en 1978. También extendió la generosidad de Libia a una amplia variedad de dictadores africanos, grupos rebeldes y organizaciones terroristas del exterior, incluyendo al Ejército Republicano de Irlanda.
Durante la mayor parte de la década de los noventa, Libia estuvo sujeta a sanciones de la ONU debido a las sospechas de que el régimen había participado en 1988 del atentado a un avión comercial de Pan Am que explotó sobre Lockerbie en Escocia y mató a 270 personas. En 2001 un tribunal escocés declaró culpable al agente de inteligencia libio Abdelbaset Mohmed Ali al-Megrahi de colocar una bomba y dos años después Libia aceptó la responsabilidad del ataque. Como condición para su rehabilitación internacional después de la condena de Lockerbie, Libia pagó miles de millones de dólares para indemnizar a las familias de las víctimas de la explosión.
Sofocados por el opresivo estado de Gadafi, los libios pagaron el costo de sus políticas estrafalarias, que parecían conducidas por el odio a occidente y su deseo de ser reconocido como una importante fuerza en asuntos internacionales.
El ostracismo internacional junto con las caprichosas políticas económicas del líder, las cuales a veces eran propias del socialismo y otras del capitalismo, impidieron el desarrollo del país.
Fue recién en sus últimos años que Gadafi permitió cierta liberalización económica, pero el Estado siguió siendo dominante y siempre fue reacio a aceptar que las compañías adquieran demasiado poder.