

Cuando los jóvenes activistas defensores de los derechos trataron de desafiar una ley emitida por las autoridades de Egipto (y respaldadas por los militares) que restringía el derecho de protesta, la policía mostró su fuerza y los dispersó en pocos minutos.
A fines de noviembre, la policía antidisturbios desde afuera del Parlamento apuntó las mangueras hacia docenas de manifestantes apiñados sobre una angosta calle de El Cairo. Un vehículo blindado lanzó gas lacrimógeno a quienes luego pertenecían en el lugar. Los oficiales atraparon a los organizadores y los golpearon. Fueron extremadamente agresivos y violentos, contó Nazli Houssein, una de las veinte mujeres que recibieron golpes antes de ser arrojadas en el desierto esa misma noche. Estamos volviendo a ser gobernados por un estado aterrador, agregó.
Seis meses después del golpe militar tan respaldado por el pueblo el 3 de julio que derrocó al islamista Mohamed Morsi, el primer presidente electo de Egipto, el país parece estar nuevamente deslizándose hacia el autoritarismo a gran escala con el poder volviendo al liderazgo del ejército y los servicios de seguridad tomando represalias contra la disidencia.
Sin embargo, otra vez inmerso en una transición a menudo violenta, Egipto parece estar nuevamente en el mismo lugar que en enero de 2011, cuando un levantamiento terminó con el gobierno autocrático de Hosni Mubarak y creó esperanzas de un futuro democrático. Una vez más, están resurgiendo las agencias de seguridad, miles de islamistas están en prisión y los activistas pro democracia que impulsaron la revolución son hostigados. Para muchos, Mubarak quizás esté fuera de escena, pero el mubarakismo está preparando un regreso.
Impulsados por un ánimo nacionalista pro ejército alentado por los medios, las autoridades reconfiguraron el panorama político a la exclusión del grupo Hermanos Musulmanes de Morsi, prohibidos por orden judicial y cuyos miembros son blanco de represión. Se hizo un borrador de una nueva constitución que consagra la independencia de los militares respecto de la vigilancia civil y para dentro de seis meses están programadas elecciones presidenciales y legislativas.
Con Hermanos Musulmanes al margen y los partidos políticos débiles, el control de la transición está en manos de los militares y organismos de seguridad. Hay en funciones un presidente interino, el juez Adly Mansour, pero el verdadero poder recae en Abdel Fattah al-Sisi, el ministro de Defensa que encabezó el golpe.
La intervención del ejército puso fin a lo que muchos consideraban un fallido experimento (encabezado por islamistas) en democracia. Muchos consideraban que el liderazgo de Morsi generaba divisiones, era incapaz y estaba preparando el terreno para una monopolización del poder por parte de Hermanos Musulmanes.
Pero su derrocamiento agravó las fracturas que ya tenía esta nación dividida con pocas posibilidades de reconciliación.
La opinión pública está dividida por la mitad, según una encuesta realizada en septiembre por Zogby Research Services, una firma norteamericana. El 51% de los consultados consideró equivocada la acción de los militares, y el resto quiere que Hermanos Musulmanes no pueda acceder a la política.
Los observadores temen que la combinación de inestabilidad, fragmentación política y gobierno débil impedirá la rápida adopción de reformas dolorosas, incluyendo recortes de subsidios a la energía, consideradas necesarias para reducir los elevados déficits presupuestarios.
Mientras las autoridades siguen adelante con los planes para las nuevas elecciones, la apuesta inteligente es que el General Sisi se convierta en el próximo presidente. Si eso no ocurre, igual será él quien tenga el verdadero poder detrás del trono, aseguran los diplomáticos y observadores. Hasta ahora Sisi no descartó presentarse como candidato.