Guerra de aranceles

China, EE.UU. y el comercio en un mundo de competencia despiadada

Un acuerdo entre las dos economías más grandes del mundo dejaría al margen a la OMC

Olvidemos por un momento la cantidad de bushels de soja que China prometerá comprarles a los agricultores estadounidenses. Dejemos a un lado el esperado compromiso de China de dejar de robar la propiedad intelectual estadounidense. Dichas promesas estimularán los mercados cuando Donald Trump y Xi Jinping finalmente revelen su acuerdo.

Un aspecto esencial es la forma en la que han acordado rendirse cuentas mutuamente. A diferencia de los pactos comerciales firmados durante la presidencias de los antecesores de Trump, éste no requiere de la participación de terceros. Cada país tendrá licencia para decidir cuándo el otro está incumpliendo. Tras haber buscado reiniciar las relaciones con China, Trump estaría consagrando un régimen de interminables represalias. Si hubiera alguna vez un modelo para la inestabilidad bilateral, calificaría el próximo acuerdo entre EEUU y China.

Pero eso es sólo la mitad de la historia. La otra es cómo el convenio afectará a todos los demás. Cuando las dos economías más grandes del mundo acuerdan resolver disputas entre sí, la Organización Mundial del Comercio (OMC) queda inmediatamente al margen. En la situación actual, la OMC ya no acepta nuevos casos porque la administración Trump bloquea el quórum en su órgano de apelación. Ahora quedará como un simple espectador.

Una de las creaciones características del liderazgo global estadounidense estaría a medio camino hacia la irrelevancia. Esto no es sólo el resultado de la filosofía "EE.UU. primero" de Trump. Será una coproducción con China. Irónicamente, otros países podrían demandar a China en la OMC por su prevista promesa de comprar más productos estadounidenses. Eso violaría los principios del sistema de libre comercio.

No podemos esperar que a los mercados bursátiles les preocupen las trampas del acuerdo. Salvo que los precios estén cayendo, Trump cree que el mercado de valores siempre tiene la razón. En este caso, seguramente él será recompensado. Lo que suceda después es otro asunto.

Al igual que rebaños que en busca de pastos más verdes ignoran los pedregales más allá, los mercados a menudo son miopes. Casi independientemente de su contenido, un acuerdo provocará un repunte de alivio. Se habría evitado el fantasma de un desplome peligroso en las relaciones entre EE.UU. y China. Pero se produciría a expensas de la estabilidad futura.

Hay tres razones para preocuparse por el impacto del acuerdo en la economía global. La primera es que profundizará la incertidumbre. Uno de los beneficios clave de la OMC ha sido permitir que las disputas comerciales se resuelvan lejos de las capitales políticas. Quizás a los países no les gusten los dictámenes individuales, pero generalmente los aceptan porque saben que las decisiones futuras podrían  favorecerlos. Las reglas claras y un proceso predecible permiten que el sector privado tome decisiones con más certeza. Es difícil imaginar las sofisticadas cadenas de suministro globales de hoy —y los beneficios asociados de la reducción de la pobreza, los precios más bajos al consumidor y la transferencia de habilidades— sin un régimen comercial estable. Trump y Xi están dispuestos a socavar esos acuerdos.

Irónicamente, EE.UU. ha ganado la gran mayoría de los casos que presentó ante la OMC. (Al igual que la mayoría de los países, Norteamérica pierde la mayoría de los reclamos en su contra). 

Existe un endurecimiento del consenso bipartidista a favor de una nueva guerra fría con China. A diferencia de la original con la Unión Soviética, en la cual el comercio entre ambos bloques era mínimo, ésta ocurre entre gigantes profundamente entrelazados. El mecanismo de aplicación del próximo acuerdo les ofrecerá a los presidentes demócratas y republicanos un conjunto irresistible de herramientas punitivas para utilizar contra China. La OMC no tendría la facultad para mantenerlos honestos. Tampoco habrá divisiones naturales entre la política comercial y la diplomacia. Trump ha citado a la seguridad nacional de EE.UU. como la razón para imponer aranceles sobre las importaciones de metales de Europa y Canadá. Casi cualquier actividad económica china también puede ser bloqueada por esas razones.

La segunda preocupación es que el acuerdo comercial militarizará aún más el estado de derecho. La toma judicial de rehenes se está volviendo cada vez más frecuente. Después de que Canadá detuvo a Meng Wanzhou, una alta ejecutiva de Huawei, cumpliendo una orden de arresto de EE.UU., China detuvo —y mantiene bajo arresto— a dos ciudadanos canadienses. Trump sugirió entonces que abandonará el caso de Meng a cambio de concesiones comerciales chinas.

Algunos ejecutivos occidentales me dicen que recientemente han reducido sus viajes a China. Se dice también que los ejecutivos orientales están haciendo lo mismo a la inversa. Mientras tanto, la matriculación de estudiantes chinos en las universidades estadounidenses disminuye. Cuando el estado de derecho está sujeto a caprichos políticos, el efecto sobre los negocios puede ser escalofriante.

Por último, preocupa el impacto del acuerdo en la política mundial. El mundo occidental ha asumido durante mucho tiempo que cuando China se integrara a la economía mundial, se acercaría más a algo parecido a una democracia liberal. Sería una ironía inquietante si la influencia de China arrastrara al resto del mundo en la dirección opuesta. Si se toma al pie de la letra, el inminente acuerdo comercial probablemente parecerá una victoria para Trump. Pero si se reflexiona con mayor profunidad, se pone al descubierto el daño que le haría el acuerdo al orden basado en reglas creado por EE.UU.

La mejor manera de modificar el comportamiento de China sería reforzando las normas mundiales. El debilitamiento de organismos internacionales como la OMC, el Banco Mundial y la ONU envía la señal opuesta. En un ecosistema estable, las especies más pequeñas prosperan. En un mundo despiadado, cualquiera puede convertirse en una víctima.

 

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