El lado B del "granero del mundo"

Todo tiempo pasado fue mejor. En la Argentina ese axioma es casi una ley universal, generado por los frustrados intentos que periódicamente enfrenta nuestra sociedad para proyectar un futuro común. Las crisis no son la excepción a esta ley, sino el factor que nos convence de que hicimos algo mal y que la respuesta para corregir esa falla es revisar y reescribir, una y otra vez, lo que dejamos atrás.

En esa búsqueda, los grises suelen desaparecer. Sobreviven los recuerdos más nítidos, aquellos que traspasan la historia gracias a un rótulo que los preserva de los recuerdos más críticos.

Al repasar la economía del primer centenario de la independencia, ese reflejo surge rápido. La Argentina, granero del mundo, es un título generoso. Es cierto que el PBI per cápita ubicaba al país entre los diez primeros del mundo, pero sus oportunidades reales de desarrollo eran débiles.

El modelo agroexportador que instaló la generación del 80 dio soluciones pero también problemas. La Argentina pasó a autoabastecerse de alimentos, y generó tantos stocks que le permitieron sobrellevar los años de chatura. La crisis de 1890, con su consecuente default de la deuda, empezó a quedar en segundo plano. En los siguientes diez años, como recuerda Jorge Todesca en su libro "El mito del país rico", el PBI creció 78%, la moneda se revaluó y las cuentas fiscales se equilibraron.

La llegada masiva de inmigrantes, sin embargo, potenció los conflictos sociales. El surgimiento de una clase obrera incipiente tuvo su correlato en la creación de centrales sindicales socialistas y anarquistas. La clase dirigente se escudó detrás de una represión creciente. Se apeló a la Ley de Residencia para expulsar a los huelguistas extranjeros y los intentos por sancionar avances en la legislación laboral quedaron siempre en la nada.

Las cifras reflejaban otro color. Entre 1900 y 1905, las exportaciones agropecuarias pasaron de 78 a 180 millones de pesos oro. En la primera década del siglo, el PBI creció a una tasa anual de 8%. Una Buenos Aires europeizada asombraba a los visitantes que vinieron para el centenario de la Revolución de Mayo: alumbrado público, tranvías y los primeros automóviles parecían signos evidentes de un país moderno.

La riqueza del campo, no obstante, estaba sostenida en pies de barro. El sistema de arrendamientos no permitía a quienes trabajaban la tierra tomar créditos por falta de garantías, con lo cual su expansión estaba limitada al uso de las ganancias transitorias. La creación de industrias, por su parte, era parte de una apuesta azarosa. No solo no había estímulos, sino que los bienes importados eran preferidos sobre los locales (hay que entender además que los ingresos de la Aduana eran el sostén del Estado).

El estallido de la primera guerra mundial, en 1914, encontró a la Argentina sin defensas. Los depositantes corrieron a los bancos, y después de una semana de feriado cambiario, se suspendió la conversión en oro (la tercera convertibilidad de nuestra historia). Entre 1914 y 1917, el PBI cayó 23% y el desempleo subió a 1º7%. Mermaron las ventas al mundo y el flujo de capitales ingleses se revirtió, lo que afectó notoriamente la expansión del ferrocarril.

La falta de productos importados a causa del conflicto armado en Europa despertó un moderado proceso de sustitución. Pero también desató un proceso inflacionario. De 1910 a 1918, los precios subieron 75% y en los dos primeros años de gobierno del radical Hipólito Yrigoyen (que accedió al gobierno tras la instauración del voto universal que habilitó la Ley Sáenz Peña) el aumento fue de 48%.

Hacia adelante, la economía tuvo un sendero inestable. Lo que ocurrió fue que la economía creció porque se agrandó el territorio destinado a explotación agrícola y ganadera, que también fue el motor de las primeras industrias de bienes derivados. El nuevo motor tardó en llegar. Cien años después, la discusión sobre los modelos todavía sigue.

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