Macri aspira a que empresarios y gremios se sumen al cambio cultural

Uno de los desafíos más complejos que tiene el presidente Mauricio Macri, es conseguir que todos los planos en los que se mueve su gestión sean congruentes. O sea, que el sentido y el rumbo con el que trabaja su equipo puertas adentro, sea el mismo que perciba la sociedad a medida que se ejecuta el plan de gobierno. Pero en esa comunicación hay una brecha: la percepción sobre los temas que preocupan a unos y a otros genera un efecto contraproducente. Y el último caso en el que lo padeció fue con la fijación de las nuevas metas de inflación. En menor medida, también sucedió algo similar con la reducción de los cargos políticos.

 

Por eso una de las obsesiones presidenciales no está escrita en un papel, pero la repite en cada ocasión que puede: la batalla más difícil que tiene la Argentina por delante es el cambio cultural, una suerte de reseteo en el que todos acepten que las reglas no están para ser ignoradas o eludidas con el habitual doble discurso de aquellos que defienden buenas causas pero no las cumplen.

En Davos, pero también en Rusia y en Francia, Mauricio Macri escuchó halagos permanentes al nuevo rumbo de la Argentina. Inversores y líderes empresarios le aseguran que de persistir en este camino, en 10 ó 20 años el país puede alcanzar el desarrollo de Australia. Pero no hay receta secreta. Se trata de consensuar políticas básicas y mantenerlas.

Cuando su gobierno queda envuelto en la pelea con los gremios, una práctica que lo desanima por el empecinamiento de la dirigencia en defender el status quo y sus cotos de poder, el Presidente se anima a confesar un deseo: le gustaría que los sindicalistas argentinos salgan al mundo, vean como funciona y después le digan que reglas creen que deberían adoptarse para crear empleo y capacitar a los que no lo tienen.

De Hugo Moyano ya no espera demasiado. Del diálogo que supo mantener cuando era jefe de gobierno porteño pudo extraer algunos avances. Ahora espera que su gremio deje atrás la coacción de la que hizo gala en el pasado y se ajuste a reglas transparente. Más de una vez le ha pedido que se sume a las mesas de productividad para identificar problemas y ayudar a bajar el costo de la logística en la Argentina, pero hasta ahora nunca hubo colaboración. Sobre las investigaciones judiciales o de lavado de dinero, la respuesta oficial no cambia: "en este gobierno no le decimos a los jueces lo que tienen que hacer".

La Casa Rosada, no obstante, no pierde las esperanzas de rehacer el vínculo con la CGT. En ese camino, apuestan a la racionalidad de hombres como Héctor Daer, y al pragmatismo de los independientes como Gerardo Martínez. Por eso creen que si para avanzar en la modernización laboral hace falta dividir el proyecto de ley ya redactado (unificar en un texto había sido un punto consensuado con el sector gremial) eso no será un obstáculo. Lo mismo sucederá con el denominado megadecreto de desburocratización. Como remarcan los hombres que trabajan con el primer mandatario, muchas de las normas a cambiar son decretos-ley de gobiernos militares, originados en razones caprichosas que hace décadas perdieron toda razón de ser.

El Gobierno es conciente de que su gestión está muy atada al humor volátil de los argentinos, sobre todo de aquellos que lo votaron y habilitaron el actual estado de reformismo permanente. Y es en esos momentos en que la necesidad del cambio cultural se vuelve un tema recurrente en el pensamiento oficial. Ante los interlocutores que lo visitan, el Presidente cuestiona que se critiquen las importaciones pero a la vez se duplique la compra de ropa en Chile o se defiendan la producción de celulares patagónicos sin remediar el hecho de que muchos compran el suyo en el exterior. En esa mirada hasta quedan incluidos los empresarios y analistas del círculo rojo, a quienes Macri les adjudica un excesivo interés en defender sus puntos de vista particulares sin comprometerse con una visión más general. Es la primera vez en 100 años que la economía crece y a la vez baja la inflación, el déficit y la presión impositiva, machaca. El Presidente aspira a que la gente crea que por este camino se va a llegar a buen puerto.

Uno de los vectores a los que más apostará esta gestión para movilizar la economía es el turismo. El jefe de Estado tiene una fe ciega en la revolución de los aviones que lleva adelante su ministro Guillermo Dietrich. Misiones está destinada a explotar de turistas gracias a las low cost, y lo mismo Tierra del Fuego, privilegiada puerta de acceso a la Antártida. Nadie se quejó el funcionamiento de El Palomar cuando estuvo cerrado el Aeroparque, pero la Casa Rosada no puede creer la eterna lista de objeciones que aparecen en esta nueva etapa, sin importar que se trate de un cambio generador de empleo y divisas.

Otra industria prometedora es la forestal, cuyo desarrollo Macri usa como ejemplo de lo que pueden alcanzarse con las mesas de productividad. El Presidente considera que con una política adecuada la madera puede ser la nueva soja, y aportar 60% de los dólares que hoy tracciona la oleaginosa.

La economía preocupa todo el tiempo a la cúpula del Poder Ejecutivo, aunque trascienda menos. El debate interno sobre las metas de inflación comenzó en abril pasado, y se materializó recién cuando el consenso interno fue completo. El Presidente defiende a rajatabla a Federico Sturzenegger, a quien considera víctima innecesaria de un mercado que mira los pasos que da el Gobierno con un excesivo cortoplacismo. La inflación y el déficit solo se pueden corregir paso a paso. A Macri no lo desvela la suba y baja del dólar, sino la apreciación del peso, circunstancia que en algún momento se volverá tangible por el ingreso de capitales e inversiones. Aunque cuando eso suceda, los problemas serán otros. Las asignaturas que quedan por ahora son mucho más básicas.

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