La gobernabilidad y los ladrillos que caen del muro de la política

Desde el ocaso del modelo que instaló la generación del 80, todos los movimientos políticos que accedieron al poder desde entonces asumieron como un hecho que la condición de cualquier cambio en la Argentina era la creación de un liderazgo mayoritario. Nunca entendieron el consenso como una construcción, sino como la aceptación de que el ganador ponía todas las reglas. Perón, Menem, Alfonsín y los Kirchner promovieron esa lógica, y consumieron todo el capital económico que tenían disponible en su momento, con tal de generar un bienestar que les garantizara continuidad. El fracaso del intento anterior nunca lo explicaba una crisis (eso era circunstancial), sino la sensación de que el líder que quedaba en el camino no había ido verdaderamente a fondo contra los factores de poder.

Lo que está haciendo la Justicia en estos días, cada vez que procesa a un ex funcionario del último gobierno, es dinamitar la lógica de acumulación política aplicada en los últimos 70 años. El poder, entendido como sinónimo de impunidad, fue el manto que permitió que la corrupción se extendiera a todos los niveles, incluso bajo la mirada permisiva y cómplice del sector privado. Los jueces, que antes no daban garantías, ahora lideran la limpieza.

Con un Poder Judicial que recupera capacidad de control (aún como forma de autodefensa), el éxito de los políticos no pasará por apostar a un cortoplacismo sostenido con prebendas sectoriales y votos financiados con dinero sucio, sino por hacer funcionar una estrategia de desarrollo consensuada. Para asegurarse gobernabilidad no hará falta levantar muros ni construir fuertes. En política, los ladrillos ya no duran para siempre. Las bóvedas tampoco.

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