Arturo Illia: la honestidad en los tiempos del cólera

Parece ficción pero no lo es. El 28 de junio de 1966 un hombre alto, algo desgarbado y de pelo entrecano, salió de la Casa Rosada con paso cansado. Paró un taxi sobre Rivadavia y le pidió al chofer que lo llevara hasta Martínez. Allí vivía su hermano y quería sentarse un rato para reflexionar tranquilo y hacer algunos llamados telefónicos. Estaba preocupado como lo puede estar cualquier persona que acaba de quedarse sin trabajo. El hombre se llamaba Arturo Illia. Había nacido en Pergamino, había vivido muchos años en Cruz del Eje y tres años antes había sido elegido presidente de la Nación. Pero ese día lo habían derrocado. Un general de apellido Alsogaray y otros militares a los que nadie ofreció resistencia lo sacaron a empujones del despacho presidencial. Así era la Argentina de los años 60. Indiferente a la Constitución. Debieron pasar más dictaduras y muchas muertes para que empezáramos a valorar un poco más la democracia a la que, en ese tiempo, se descalificaba por burguesa.

Illia era entonces el presidente de una democracia débil. Había sido elegido con el 25% de los votos y la proscripción del peronismo. Illia tomaba taxis, a veces viajaba en subte o caminaba sin custodia por Plaza de Mayo cuando quería encontrarse con algún otro funcionario. Y a nadie le sorprendía cruzárselo en la calle porque él se detenía a saludar a cualquier desconocido. Era médico y por eso estaba a acostumbrado a la cercanía de la gente. Al llegar al poder tenía una casa discreta y un auto modesto, que debió vender más tarde para pagar un tratamiento clínico de su esposa. Un día después de su salida del poder, devolvió 220 millones de pesos que tenía como gastos reservados. Y se volvió a Cruz del Eje para seguir atendiendo enfermos en la trastienda de una panadería porque la plata no le alcanzaba para alquilar un consultorio. La palabra honestidad no solía estar en sus discursos ni en sus declaraciones. Illia era honesto por decisión de vida y hubiera sido interesante saber su opinión sobre sujetos como Amado Boudou, Julio de Vido o como José López y sus bolsos con millones de dólares. Pero el realismo mágico en estos días de la Argentina es la honestidad. La honestidad en los tiempos del cólera.

Y no es que Illia haya sido un mal presidente. Si se lo juzgara en términos comparativos con las estadísticas de los mandatarios recientes habría salido bien parado. La Argentina, bajo su mandato, creció un 10,3% del PBI en 1964 y otro 9,1% en 1965. El salario real creció un 6,2% y el desempleo descendió al 5,2%. La deuda externa se redujo de 3.600 millones de dólares a 2.200 y las reservas emergieron desde los 23 millones de dólares a los 363 millones que quedaron en el Banco Central cuando se fue. Lo visitaron el presidente Charles De Gaulle, el libertador de Francia en la Segunda Guerra, y el senador estadounidense Robert Keneddy. Y fue en su gestión que las Naciones Unidas alumbraron la resolución 2065, que obligó a Gran Bretaña a sentarse a negociar por Malvinas. En una de sus decisiones que serían cuestionadas con el tiempo, dio de baja los contratos petroleros privados firmados por Arturo Frondizi que habían puesto en marcha la era del autoabastecimiento energético.

Pero nada fue suficiente para aquella Argentina insatisfecha y ansiosa. Los sindicatos peronistas lanzaron un plan de lucha en las calles para dejar al descubierto la debilidad política del presidente radical que pretendía gobernar con el principal partido de oposición proscripto. La prensa también lo hostigaba y los militares más antiperonistas sintieron que era el escenario perfecto para derrocarlo y llevar al poder a Juan Carlos Onganía, un general aliado a los sectores más conservadores de la Iglesia Católica. Era la crónica de otro golpe anunciado, como había sucedido con Perón y con Frondizi. Illia se fue en silencio. Nadie lo defendió ni hubo manifestaciones callejeras que lo reivindicaran. Y permaneció en el ostracismo hasta que Raúl Alfonsín lo propuso como presidente de un gobierno de unidad nacional cuando la última dictadura militar se caía a pedazos y el país se revolcaba en la decadencia de la derrota de Malvinas. No pudo ser. Murió en la cama de un hospital público el 18 de enero de 1983. Le faltó muy poco para ver la resurrección de la democracia y la fiesta ciudadana tras los ocho años de miedo, muertos y desaparecidos. Su memoria es un bálsamo para aquellos que creen que la política es algo muy diferente a apoderarse sin traumas del dinero ajeno. En valijas, en fábricas de billetes, en bolsos voladores o escondido en conventos bonaerenses. Illia nos ayuda a ser un poco mejores y a espantar la idea maldita de la corrupción como un órgano indeseable del adn argentino.

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