Nadie se movió del Obelisco: miles de hinchas se quedaron a celebrar para premiar el esfuerzo de la Selección

Con los ojos rojos, todavía siguen las imágenes repetidas en la pantalla gigante con las opciones claras de Pipita Higuain, la de Palacio y la de Messi. Haciendo ohhh ohhh otra vez, como si las vieran por primera vez. 

Llegaron temprano. Hacia las 15 ya ocupaban vastos espacios en las cercanías del Obelisco para seguir a la Argentina en pantalla gigante. Vinieron en auto, micros, taxis, caminando, en bicicleta y en Metrobus. Cantaron desde el viaje, usando los costados de los colectivos como un bombo, como si fueran a la cancha a seguir a su club.  Armaron sus tiendas de pic nic en las plazoletas aledañas, cantaron y bailaron y luego, en el partido, sufrieron cada instante. Cantaron el gol anulado a Higuain y luego enmudecieron con el alemán, cuando promediaba el segundo tiempo del alargue. Se quedaron en silencio hasta el final, ya llorosos, esperando el milagro. No llegó.

Otro festejo interruptus, el karma nacional. Como en el 90 por culpa Codezal, como con el dream team del 94 por la efedrina, como en el 2006 por culpa de la disciplina alemana de tener un arquero con un papelito para saber dónde ibamos a patear, como en el 2010 por todo y por nada, como en el 82 por las patadas de Gentile a Diego.

Por eso esta vez, y por otras cosas, había que festejar igual. No ceder solo lágrimas. Por eso, como movilizados por una conciencia interior, los miles del Obelisco y de todas partes, no dejaron pasar muchos segundos y como si quisieran dar un ejemplo, antes que los ganara la tristeza, estallaron y empezaron a agitar sus banderas, tocaron bocinas y saltaron como reconocimiento -decían ante cada cámara de tv- al equipo, a su entrega, a que “dejaron todo”, y para reivindicar a “Masche”, que “Messi es el mejor” y que “estamos orgullosos” del equipo que fue derrotado por Alemania por 1 a 0 en la final del Mundial.

Fueron miles, en torno al Obelisco y luego, vistos por las imágenes aéreas, como hormigas cubriendo la 9 de Julio, sin querer irse, o haciéndolo lentamente, con los ojos rojos viendo las imágenes más destacadas del partido una y otra vez, las opciones claras de Pipita Higuain, la de Palacio y la de Messi. Haciendo ohhh ohhh otra vez, como si las vieran por primera vez. Tratando de administrar las emociones entre la bronca de perder y no querer dar el brazo a torcer derramando lágrimas como si los mirara un “brazuca” al que hay seguir cargando porque “se comieron diez en dos partidos, qué festejan, qué aplauden”, espetaron ante las cámaras como si mandaran un mensaje a los torcedores que, resentidos, festejaron el triunfo alemán. 

Las escenas del centro porteño se repitieron en parques y plazas, y en decenas ciudades y pueblos, quizá en todos los rincones del país.  El festejo a despecho, el festejo tozudo, el festejo por la necesidad de festejar, para demorar el lunes, para extender la fiesta del Mundial, para estirarla, para robarle el último grito, para arrancarle la última sonrisa a la cruda y dura realidad. Maldita sea, mañana es lunes.

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