La batalla por la identidad de los Estados Unidos

Las elecciones legislativas de mañana son una pelea entre dos visiones muy distintas de lo que se entiende por identidad nacional

Diez días antes de las elecciones de medio término en Estados Unidos, se produjo una masacre en la sinagoga Árbol de la Vida. Al grito de "todos los judíos deben morir", un neonazi con odio hacia la Sociedad de Ayuda al Inmigrante Hebreo (HIAS, por sus siglas en inglés) asesinó a 11 fieles que participaban de una ceremonia en Squirrel Hill, Pittsburgh. Dos días antes, 14 críticos de Donald Trump recibieron bombas caseras fabricadas por un hombre que había convertido su camioneta en un santuario del eslógan de Trump "Hacer grande a Estados Unidos otra Vez" y su gran apóstol. Un día antes, Gregory Bush después de un fallido intento por ingresar a una iglesia predominantemente negra en Louseville, Kentucky, disparó y mató a dos afroamericanos en un supermercado local. Antes de ser arrestado, gritó "los blancos no matan a los blancos". Los tres responsables de esos hechos creyeron que estaban ayudando a salvar a la Norteamérica blanca.

Estos ataques violentos, junto con la declaración de Trump de que abolirá la ciudadanía por nacimiento para los hijos de inmigrantes indocumentados, cambiaron definitivamente el carácter de lo que, en cualquier caso, eran las elecciones legislativas. Se han convertido en un conflicto entre dos visiones mutuamente hostiles de identidad nacional. Las batallas como ésta se están propagando en todo el mundo, desde la eliminación de la ciudadanía india a los musulmanes en Assam, hasta el debate del Brexit sobre simplemente qué significa ser británico. Pero como, generación tras generación, Estados Unidos históricamente ha sido considerado por los inmigrantes como su refugio por excelencia, esta batalla entre patriotismo heterogéneo y patriotismo homogéneo tomó despiadada intensidad. Todo se resume en dos escenas contrapuestas de la vida contemporánea del país. Por un lado, está Squirrell Hill, donde la sinagoga Árbol de la Vida se encuentra ubicada entre dos iglesias protestantes; donde un food truck palestino vende falafel en la misma calle en que se levanta la sinagoga ortodoxa judía Shaare Torah; donde las familias católicas italianas e irlandesas comparten el barrio con asiáticos y afroamericanos, y donde la escuela secundaria Taylor Allderdice ha sido una de las instituciones más integradas de la ciudad.

Al igual que muchas organizaciones judías en Estados Unidos y en todo el mundo, la HIAS, que empezó su labor ayudando a reubicar a inmigrantes judíos indigentes que huían de la matanza de los años 1880, y siguió asistiendo a los judíos soviéticos embarcándose en la misma aventura -ayuda a reubicar a quienes buscan asilo, mayormente musulmanes, lejos de las zonas de guerra en Medio Oriente y otros lugares. Esta tarea se la considera una obra de caridad, un deber. Pero para Robert Bowers, mientras se preparaba para apuntar su fusil AR-15 contra los fieles ancianos, la labor de la HIAS, tal como lo dijo, es "el mal cubierto de azúcar". En lo que a él se refiere, Trump con un yerno judío y una hija convertida en judía es un cautivo de los judíos. Pero las creencias tóxicas de Bowers son fruto de las acusaciones de que los judíos son cómplices de la inmigración. Desde la fóbica obsesión con George Soros, que ahora es el blanco de las críticas de Trump en sus actos de campaña en reemplazo de Hillary Clinton, es lógico culpar a los judíos en general por la adulteración racial de Estados Unidos.

A Soros se lo suele describir, no sólo en las incoherencias de la derecha alternativa sino en Fox News, en términos de la literatura clásica del antisemitismo de los siglos XIX y XX: es el manipulador secreto de dinero y hombres que planea la destrucción de la civilización cristiana. En Connecticut, un candidato republicano a legislador, Ed Charamut, envió correos con la cara de su oponente judío, con mirada de trastornado y sus manos repletas de dólares.

En particular, a Soros se lo describe como quien financia y moviliza la caravana de inmigrantes que se dirige al norte desde América Central. Cuando se le preguntó a Trump si él creía que Soros estaba detrás de todo, contestó: "No me sorprendería". Por lo tanto, la escena que podría imaginarse como el opuesto simbólico de Squirrel Hill serían los camiones llenos de soldados transportados hacia la frontera mexicana para repeler a los "invasores".

Dejando a un lado por un momento la innecesaria movilización de hasta 15.000 soldados para que enfrenten a una triste procesión de familias, muchas de ellas madres e hijos, que huyen del terror y la violencia en Honduras, el gesto es polémico dado que la Ley Posse Comitatus de 1878 prohíbe a los militares realizar acciones que corresponden a las fuerzas del orden civil. Incluso el presentador de Fox News Shep Smith sintió necesario decir directamente que el pánico de que "llega una invasión" y el movimiento de las tropas son un crudo recurso pre electoral. "No hay ninguna invasión," afirmó. "No hay nada de qué preocuparse... somos Estados Unidos, podemos manejar esto".

La competencia entre las dos definiciones de identidad nacional, una que abraza la inmigración y la otra que insiste en la homogeneidad blanca principalmente protestante, ha sido constante en la historia de Estados Unidos. El movimiento Know Nothing de la década de 1850 basaba su partido en el odio hacia los católicos irlandeses e italianos. El carismático líder de los Populistas del fines de siglo XIX y principios del siglo XX, Tom Watson, comenzó su carrera criticando a los banqueros del este y al patrón oro en nombre de los pobres de las zonas rurales, tanto blancos como negros. Pero en la segunda década del siglo XX, Watson se había vuelto anti-negros y muy antisemita. Fue su antipatía hacia los judíos lo que en 1915 movió a una multitud a linchar a Leo Frank, un judío encargado de una fábrica en Atlanta que había sido condenado erróneamente por el asesinato de una niña irlandesa, Mary Phagan.

Ese mismo año, 1915, fue otro momento culminante en la batalla por la identidad de Estados Unidos. La cinematográficamente creativa pero históricamente grotesca cinta El nacimiento de una nación del director D.W. Griffith, con sus caricaturas de negros desorbitados contaminando a la Norteamérica blanca en los años de la Reconstrucción, fue el preludio de la refundación del Ku Klux Klan en la Stone Mountain, una montaña de granito, de Atlanta.

Dos publicaciones encapsularon las visiones anti y pro inmigrantes de la nación estadounidense. The Passing of the Great Race (El paso de la gran carrera) de Madison Grant era una elegía de la Norteamérica racialmente pura constantemente contaminada por multitudes de delincuentes enfermos que se bajaban de los barcos. La otra fue un artículo del filósofo Horace Kallen: "La democracia versus el crisol". Su ensayo acuñó los términos "pluralismo cultural" y se mostraba en contra de la versión perfecta de identidad estadounidense. En vez de uniformidad, Kallen decía que el excepcionalismo estadounidense yacía en su capacidad de conciliar patriotismo con preservación, y no negación, de la identidad cultural.

Trump apuesta a que la mayoría de los votantes discrepen con Kallen. Sorprendiendo incluso a su propio partido, a último minuto buscó aprovechar el reclamo de los blancos afirmando que quiere privar a los hijos de inmigrantes indocumentados del "derecho a la ciudadanía por nacimiento" conforme a las cláusulas de la enmienda 14 de la Constitución. Quienes, incluyendo George Conway, el esposo de la asesora de Trump Kellyanne Conway, se mostraron enérgicamente en desacuerdo con esta propuesta, han recordado a la gente que la enmienda 14 se aprobó después de la Guerra Civil expresamente para borrar el legado del fallo de la prebélica Corte Suprema en el caso Dred Scott que negaba la posibilidad de que los esclavos o descendientes de esclavos obtuvieran la ciudadanía. Pero también el alegre descubrimiento de Trump (tal como él imagina) de que puede conseguir esa drástica modificación por decreto ejecutivo es lo que ha convertido el debate por la inmigración en un debate sobre el abuso del poder ejecutivo.

Si se combinan su postura como protector de la invasión de inmigrantes y la demonización de la oposición -especialmente los medios- como "enemigos del pueblo", obtenemos el impertinente guión de Trump en esta tan fatídica elección. Pero la pregunta es si eso prenderá entre los votantes como hace dos años. ¿La historia recordará a Trump como sólo un fiasco? O ¿la república corre el riesgo de mutar al estado intolerante que Viktor Orban y su admirador Steve Bannon han proclamado que será El Futuro?

Si los demócratas esperan poner el freno a este giro hacia la intolerancia, tendrán que cambiar de signo 23 bancas en la Cámara de Representantes. Hasta hace muy poco, el sueño de una "ola azul" se lo veía simplemente como eso. Un giro hacia la mayoría en el Senado parece inalcanzable, pero el Senado es otra historia. Los escaños republicanos que en algún momento estaban seguros, como el 4to de Utah y el 19 de Nueva York, parecen estar volviéndose más azules en vísperas de los comicios. En todo el país, y lejos de las ciudades de ambas costas, los demócratas han podido movilizar a una serie de talentos nuevos que entraron en los baluartes rojos. La "elite" en muchas de esas contiendas son republicanos a la defensiva. En el estado rojo profundo Utah, la republicana Mia Love está cabeza a cabeza con el popular alcalde de condado de Salt Lake, Ben McAdams. En el tercer distrito de Virginia Occidental, Richard Ojeda, un veterano de una familia de mineros que votaban a Trump pero se volvieron feroces demócratas, ahora las encuestas le dan parejo con la candidata republicana Carol Miller.

El redireccionamiento de la política otra vez hacia cuestiones importantes como la salud es una buena noticia para los demócratas, una manera de reiniciar su conexión con los votantes de la clase media y trabajadora, y de alejarse del ruido blanco de las guerras culturales. Es aún más marcado en las carreras por las gobernaciones, que son de suma importancia, donde los demócratas pueden conquistar hasta siete estados: entre ellos Florida, Wisconsin y Michigan, en donde en todos ganó Trump hace dos años. Pero todo o parte de eso sucederá dependiendo de la participación de los votantes hispanos y millennials, que habitualmente no participan de las elecciones legislativas y cuyo número es igual o superior al núcleo duro de seguidores de Trump, que probablemente concurran tantos como en 2016.

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